viernes, 16 de abril de 2021

Un viaje a Nueva York (II)

   Cuando salimos del Museo de Arte Moderno, ya al anochecer, supimos que José y Ailicec nos escondían una sorpresa: habían reservado tickets para el mirador “Top of the Rock”, sin decirnos que nos esperaba un elevador en el que ascenderíamos 67 pisos en 42 segundos. Previamente, caminamos hasta el Rockefeller Center, un conjunto de 19 imponentes edificios que van de la calle 48 a la 51, entre la Quinta y la Sexta Avenida de Manhattan. Es un espacio arquitectónico atractivo, donde se enciende cada año el gigantesco Árbol de Navidad de La Gran Manzana, tiene una hermosa pista de patinaje sobre hielo, lujosas tiendas, decoraciones fulgurantes e infinitos encantos. Su edificación, de estilo deco, fue concebida por John D.  Rockefeller en 1930 y culminada por su hijo John Davison en 1939.  Ha sido considerado el proyecto de edificación privado más grande realizado en los tiempos modernos.

   Nuestra visita fue exclusivamente al “Top of the Rock”, en lo alto del rascacielos Comcast, entre las plantas 67 y 70. Antes de entrar al elevador, nos detuvimos ante la célebre fotografía conocida como “Almuerzo en lo alto de un rascacielos” (1932), en la que once obreros están sentados en una viga a más de 250 pies de altura, comiendo sándwiches y sonriendo plácidamente.  Al subir, una panorámica de 360 grados pone ante nuestros ojos la imagen mirífica de Nueva York. Desde la alucinante altura, parece posible tocar los rascacielos con los dedos, alcanzar el Empire State –considerado por muchos una de las Siete Maravillas del Mundo Moderno–, admirar el  nuevo World Trade Center –donde estuvieron las Torres Gemelas abatidas por el terrorismo–, llegar a ­Brooklyn o adivinar, más al suroeste,  el  monumento que exhibe La Liberté éclairant le monde.

Vista de Nueva York desde el Top of the Rock

   El domingo, 21 de marzo,  iniciamos el paseo en Wall Street, una calle del bajo Manhattan, entre Broadway y el East River. Aunque el nombre remite al pulmón financiero del mundo –la Bolsa de Valores de Nueva York– mi atracción al lugar se relaciona con José Martí, pues allí cerca –en Front Street 120– tuvo su oficina de trabajo durante muchos años y fue, seguramente, el lugar desde el que
 más escribió durante su vida.

   El día antes, mi amigo Orlando Sánchez Soto –uno de los grandes músicos del género jazz y virtuoso del saxofón, quien vive en Nueva York– me había dicho por teléfono que nos veríamos temprano al lado de la escultura de bronce llamada Toro de Wall Street, situada en el parque Bowling Green. Llegó vestido de negro, con una larga barba y un pequeño kipá sobre la cabeza. Sabía que en los últimos años se había convertido al judaísmo, por lo que advertí a mis acompañantes, con cierto orgullo, que estaríamos guiados por un rabino. Pero la gran sorpresa fue su esposa, finalmente la verdadera cicerone de esa espléndida mañana, pues conoce cada rincón histórico de aquel sitio inaugural de Manhattan. Ella, la periodista Carmen María Rodríguez, nos fue mostrando las calles por las que Martí caminó tantas veces para llegar a su oficina. Ya no existe el edificio con la numeración que conocemos, pero en la calle adoquinada se siente como el murmullo de su paso apremiante.

Con Orlando Sánchez y Carmen María
   A continuación, nos encaminamos hacia la esquina de Beaver St. y William St., donde está el restaurante Delmonicos desde hace casi doscientos años. En él, Martí almorzó, tomó más de una vez una copa de vino y nos dejó una crónica –escrita en 1881 al morir John Delmonico, su fundador– donde nos cuenta sobre célebres figuras que habían disfrutado de su distinción:

  “En Delmónico han comido Jenny Lind, la sueca maravillosa; Grant, que después de un banquete recibió a sus visitantes bajo un dosel; Dickens, a quien un vaso de brandy era preparación necesaria para una lectura pública (...) Luís Napoleón, antes de acicalarse con el manto de las abejas, comía allí; (…) y el hijo del zar, y célebres actores, y nobles ingleses, y cuanto en las tres décadas últimas ha llegado a Nueva York de notable y poderoso”.

   Después, llegamos a la Iglesia de la Trasfiguración, en Mott Street, número 25. Carmen, sorpresivamente, se detuvo en aquel sitio para mostrarnos la parroquia donde predicó el Padre Félix Varela. En torno al monumento que eterniza su memoria, hablamos sobre el tiempo neoyorquino del “hombre que nos enseñó a pensar”, como le calificara José de la Luz y Caballero.

 Memorial a Félix Varela en la Iglesia
de la Transfiguración, Manhattan, NY.

   También, nos acercamos al sitio en que George ­Washington fue declarado  primer presidente de la nación –el Federal Hall de Nueva York– y, contemplando la estatua que guarda esa memoria, recordamos unas palabras suyas de aquel 30 de abril de 1789: “(…) juro solemnemente que apoyaré y defenderé la Constitución de los Estados Unidos contra todos los enemigos, extranjeros y domésticos”.

Asimismo, nuestra afable guía nos muestra el edificio del Ayuntamiento, en City Hall Park, el más antiguo del país. Allí, nos confesó la razón para detenernos: “Aquí los cubanos velaron el cadáver de Francisco Vicente Aguilera”. Entonces dedicamos unas palabras al gran bayamés, el hombre más rico del oriente cubano cuando empezó la Guerra de los Diez Años. Fue vicepresidente de la República en Armas y Céspedes lo nombró su Lugarteniente en la región oriental. Murió pobre y con frío en Nueva York, a los 55 años de edad, pidiendo limosnas en las calles para hacer libre a su país. 

  De allí fuimos a un restaurante del célebre barrio chino, donde saboreamos algunas exquisiteces de su cocina, conversamos largamente y nos despedimos agradecidos, preparados para caminar, de un lado al otro, el puente que unió a Brooklyn con Nueva York.

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