viernes, 9 de abril de 2021

Un viaje a Nueva York (I)

 Cuando iba para el aeropuerto de Tampa a tomar el vuelo que me llevaría a Nueva York, junto a mi esposa, un hijo y una sobrina, mi último vástago comentó que no veríamos en el avión a nadie con 4 sombreros en la cabeza, aludiendo a los viajes que hacemos a Cuba, los únicos que me he permitido desde que radico en Estados Unidos. Mi respuesta fue silenciosa: Tampoco me esperan 4 cabezas en Nueva York. Sin embargo, desde la llegada a la Gran Manzana a plena luz de las diez de la mañana, abrigados del aire y de una temperatura a 40 grados, sentí que empezaba a cumplir un sueño de la  juventud derivado de la lectura de “Escenas norteamericanas”, aquellas extraordinarias crónicas en las que José Martí describió sus impresiones sobre la ciudad en que vivió casi 15 años.

  Al detenerme en el Parque Central ante la escultura ecuestre de Martí, recordé las palabras suyas al acercarse en Caracas a la estatua de Bolívar en 1880. También sentí “que se movía, como un padre cuando se le acerca un hijo”. Mirar la efigie de ambos próceres de la independencia americana, muy cerca el uno del otro en el Parque Central de Nueva York, desborda el capital simbólico que guarda el culto a su grandeza histórica, extendiendo el alcance de su significado hispanoamericano a la grandeza continental.

   Cumplido el ritual sagrado, empezamos el recorrido neoyorquino por los grandes tesoros del arte universal que muestra la ciudad, visitando el Museo Metropolitano y el Museo de Arte Moderno, ambos impresionantes por el valor de las obras que exponen. Detenerse, en el primero, en la sala consagrada a la cultura helenística, egipcia, medieval o moderna, es admirar en un instante la síntesis de dos milenios de riqueza estética. Frente a un autoretrato de Rembrand, el de Vincent van Gogh con sombrero de paja, una pintura del Greco, el “Jardín  de Sainte-Adresse” de Monet, la imagen de Gertrude Stein pintada por Picasso, se conmueve el espíritu. 

Y cuando los ojos no se han recuperado del constante asombro frente a la belleza de las obras de arte acabadas de contemplar, entramos al MOMA (Museo de Arte Moderno) y buscamos, ansiosos, “La noche estrellada” de Van Gogh. Pero antes de llegar a ella, en el quinto piso, nos detuvimos con emoción a admirar obras de los mexicanos David Alfaro Siqueiros y Frida Khalo, de los franceses Paul Cezanne,  Marcel Duchamp, Marc Chagal, Paul Gauguin. Asimismo, nos demoramos contemplando “Las señoritas de Avignon”, de 1907, donde Pablo Picasso llevó al lienzo el tema controversial de un prostíbulo y con esa pintura abríó el camino del cubismo.

Pablo Picasso. Las señoritas de Avignon, 1907.

 Finalmente, llegamos a una de las obras más bellas de Van Gogh, “La Noche estrellada”, tal vez la más depurada del posimpresionismo. Me detengo en el círculo amarillo que aparece en su esquina superior derecha, al recordar a algunos críticos que siguen preguntándose si alude al sol o al planeta Venus, lo que será siempre un misterio. Acerco la cámara más allá de lo permitido para una fotografía de un fragmento de la obra, me regañan y me aparto a seguirla mirando, hasta que me llaman mis acompañantes, que ya están en la sala siguiente, deslumbrados con el colorido de una composición del ruso Vasily Kandisky, uno de los precursores del arte abstracto y respetado, también, como crítico de arte. 

   La primera noche en Nueva York la dedicamos a caminar por la famosa calle Broadway, en Manhattan, deteniéndonos en el lugar que se entrecruza con la 7.ª Ave. y que algunos han llamado “centro del universo”, otros “encrucijada del mundo” y los más admirados han llegado a creerle “el corazón del mundo”. Realmente,  es impresionante esa intersección comercial, con los famosos teatros de Broadway cercanos, sus altos edificios pletóricos de luz y con gigantescas pantallas sujetas en sus paredes exteriores, desde donde desfilan incesantemente hermosas imágenes con anuncios, canciones, instrumentos musicales y rostros sonrientes que convocan a disfrutar el paseo por uno de los sitios más espectaculares del mundo.

   Cenamos en un restaurante alrededor de Times Square, del que salimos en una media noche iluminada, a caminar otra vez por Broadway, entre los elevados edificios que, imponentes, simbolizan la dimensión de tanta riqueza. Y en medio de la gran opulencia, vemos a una anciana escuálida salir de unos cartones que ha acomodado, a manera de choza, en medio de la calle concurrida. Nos acercamos y mi esposa le tiende un bocadito que conservó del restaurante. Ella alarga la mano, lo toma y vuelve a desaparecer debajo de su triste techo de cartón. Entre tanta luz, seguramente no logró vernos. A ella tampoco la ven, no saben su nombre, ni desde cuándo tiene hambre, los que caminan fascinados por el exuberante Times Square.


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