viernes, 23 de abril de 2021

Un viaje a Nueva York. El puente de Brooklyn (III)

 

   Si antes de caminar por el extenso puente que une a Manhattan con Brooklyn has leído las crónicas que José Martí le dedicara, el disfrute de su impresionante estructura se enriquece con la belleza de una descripción impresionista. Los dos relatos que en los días de su inauguración escribiera el periodista cubano –“El puente de Brooklyn”, La América, Nueva York, junio de 1883 y “Los ingenieros del puente de Brooklyn”, La Nación, Buenos Aires, 18 de agosto de 1883 (incluidas en el tomo 13 de sus Obras Completas)– figuran entre lo más elevado que se ha escrito acerca del proyecto de ingeniería más innovador y audaz de su tiempo. Y cuando rememoras que aquel ­hombre de pequeña estatura,  pobremente vestido para la crudeza del invierno neoyorquino, cruzaba el largo puente dos veces al día –cuando viviendo en Brooklyn trabajaba en Manhattan–, lo andas ahora como junto a él, como si te fuera contando a cada paso los detalles de su armazón, el alma de su engendramiento, el tejido oculto de cada pieza de su engranaje.

   El 24 de mayo de1883, Martí asistió a la inauguración  de aquel puente, junto a una  “muchedumbre premiosa, que lleva el paso de quien va a ver maravilla”. Y el entusiasmo ante la magnitud de aquella cimentación –ahora ante nuestros ojos–, lo expresó con algunas interrogantes: “Y ¿qué raíz ha podido asegurar a tierra esa gigante trabazón, pasmo de los ojos, y burla del aire? ¿qué aguja ha podido coser ordenadamente esos hilos de acero, de 15 1/4 pulgadas de diámetro, y en los extremos anudarlos? ¿quién tendió de torre a torre, sobre 1596 pies de anchura, el primer hilo, 5 mil hilos, 14 mil millas de hilo? ¿quién sacó el agua de sus dominios y cabalgó sobre el aire, y dio al hombre alas?”. Él mismo da las respuestas, detallando el volumen, cimentación, peso y seguridad de cada uno de sus componentes.

   Al adentrarnos en su recorrido, se siente la palabra del cronista decimonónico, advirtiéndonos que “debajo de nuestros pies, todo es tejido, red, blonda de acero: las barras de acero se entrelazan en el pavimento y las paredes que dividen sus cinco anchas vías, con gracia, ligereza y delgadez de hilos; ante nosotros se van levantando, como cortinaje de invisible tela surcada por luengas fajas blancas, las cuatro paredes tirantes que cuelgan de los cuatro cables corvos”.

   Estaba bien entrada la tarde del domingo, 21 de marzo, cuando llegamos a su primer extremo y vimos a decenas de personas, protegiéndose con mascarillas de la pandemia que nos acorrala, dispuestas a caminar por el histórico puente. Por uno de los bordes del carrill destinado a peatones, vemos a muchos jóvenes cruzar raudos en bicicletas, alguno con una goma al aire, desafiando el cielo, mientras otros se detienen en los bordillos a preservar el instante en una fotografía. Entre ellos, adivinamos la ­variedad de culturas que viven y visitan Nueva York, sintiéndose en la capital del mundo. Esa pluralidad humana, junto a la magnificencia de la obra, es muy visible en la descripción que nuestro incorpóreo narrador nos va contando: “(…) en sus cimientos, que muerden la roca en el fondo del río; en sus entrañas, que resguardan y amparan del tiempo y del desgaste moles inmensas, de una margen y otra, este puente colgante de Brooklyn, entre cuyas paredes altísimas de cuerdas de alambre, suspensas –como de diente de un mamut que hubiera podido de una hozada desquiciar un monte–, de cuatro cables luengos, paralelos y ciclópeos, se apiñan hoy como entre tajos vecinos del tope a lo hondo en el corazón de una montaña, hebreos de perfil agudo y ojos ávidos, irlandeses joviales, alemanes carnosos y recios, escoceses sonrosados y fornidos, húngaros bellos, negros lujosos, rusos de ojos que queman, noruegos de pelo rojo, japoneses elegantes, enjutos e indiferentes chinos”.

   Si en el artículo para la revista La América Martí destacó las características del puente, en el destinado al periódico argentino La Nación centró su interés en los ingenieros que lo hicieron posible. Así, al caminar ahora sobre su perdurable superficie, sabemos de John y de ­Washington Roebling, padre e hijo, quienes diseñaron y guiaron cada detalle de esta magna creación. Si bien el escritor exalta la concepción estética del puente  –“Como crece un poema en la mente del bardo genioso, así creció este puente en la mente de Roebling”–, pone énfasis en el valor ético,  moral y servicial que caracterizó a sus edificadores, al informarnos que el padre  “murió de su obra, como mueren todos los espíritus sinceros”, y que el hijo fue también un valiente soldado durante la Guerra Civil: “Blandió el acero doblemente: en sable, sobre los enemigos; sobre los ríos, en puentes”.

   Cuando llegamos al final del pontón, comparto una frase del artículo martiano: “regocija lo inmenso”. Con ese alborozo, culminante de la jornada neoyorquina, nos sentamos a descansar en un pequeño parque donde comienza ­Brooklyn. Entonces, asocio involuntariamente la inmensidad del puente con una metáfora que extiende su significado; un puente donde se junten orillas no separadas por el agua, sino por la intransigencia de la política y la ideología; un puente humano de concordia y pluralidad, incluyente y respetuoso con el credo y expresión de todos, que es el primero de los derechos humanos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario