viernes, 20 de agosto de 2021

Duele, cuando la pandemia arrebata a los amigos

 Desde hace poco más de un año y medio, venimos sufriendo la pandemia del coronavirus, la más brutal que la humanidad ha padecido en los últimos cien años. Primero llegaron las noticias desde China y muy pronto de Europa. Nos consternamos ante las tristes novedades de cientos y, enseguida, miles de fallecidos en un mismo día en Italia, España y otros países al otro lado del Atlántico, así como con las conmovedoras imágenes de hospitales colapsados y morgues insuficientes. En los primeros meses del año pasado entró a Estados Unidos y fue alcanzando a cada uno de los países de Latinoamérica, como ocurrió en Asia, África y en cada rincón del planeta.

Por muy dolorosas que son las cifras de fallecidos que comenzaron a inundar los noticieros no alcanzan a igualar el instante en que la revelación acompaña al nombre de alguien conocido, aunque fuera el de una persona a la que viste sólo alguna vez. Entonces, la palabra muerte se fija a un rostro definido y se hace más doloroso cuando comprendes que nunca le volverás a ver.

Asimismo, el pesar se acrecienta cuando sabes que el Covid provocó la muerte de un amigo. En ese instante, sientes ese dolor sin fondo del que nos habló el poeta peruano César Vallejo, porque el duro golpe entra envuelto en el rostro de alguien con quien sostuviste charlas, copas, proyectos, sueños y cuyos recuerdos comunes ya no volverán a ser compartidos.

José Ramón Redero
Mi primera experiencia en este sentido ocurrió hace algunos meses, cuando supe que mi amigo Ramón Redero no había podido superar este virus brutal. Coterráneo y contemporáneo, compartí con Ramón la profesión de maestro desde la década de 1970 en la región del Guacanayabo. Lo rememoro entusiasta, capaz, inteligente, cariñoso, al frente de grupos de estudiantes que guiaba como director de escuelas y lo recuerdo como buen hermano. Dejé de verlo unos años y lo reencontré en Miami, como tantos cubanos que reorientaron su vida cuando se perdió el rumbo de la utopía. La última vez que nos reunimos a conversar, paladear cervezas y disfrutar de una cena fue en su casa, celebrando su cumpleaños, fiesta a la que invitó un mariachi para que cantáramos tonadas mexicanas que seguramente oyó por primera vez en los campos de Veguitas, cerca de Bayamo, donde nació y creció. El Covid interrumpió los tantos cumpleaños que le faltaban y todas las historias que guardaba para contar a los nietos, entre las cuales, seguramente, apareceríamos sus amigos.

Con Chucho Reytor, Miami, 1999

Hace menos de un mes una llamada telefónica me despertó con la infausta nueva de que había muerto Jesús Reytor, Chucho, como todos le decíamos. Hace unos meses estaba viviendo en Dallas, con su última esposa y allí lo atacó el coronavirus. Nos conocimos en Niquero, a principios de la década de 1970, cuando él apenas había culminado la secundaria básica. Después se hizo profesor y en la década del 90, ya en La Habana y en medio de la sobrevivencia con que los cubanos enfrentamos la miseria del llamado eufemísticamente período especial, trabajó en restaurantes y en lo que pudo, hasta que se montó en una lancha inventada de noche y desembarcó en Miami de milagro. Nos volvimos a ver en 1999, cuando yo vine a Estados Unidos por primera vez. Lo llamé por la noche, acabado de llegar a la emblemática ciudad floridana y al día siguiente, a las ocho de la mañana, estaba tocando en la puerta de la casa en que me hospedé. Nos abrazamos una y otra vez y me llevó a conocer la ciudad. En un momento le pregunté sobre la mejor vía para viajar a Tampa y su respuesta fue con otra pregunta: ¿A qué hora nos vamos? Al día siguiente salimos juntos para esta ciudad, en un Ford Explorer recién comprado por él. Ahora que ya no está, Chucho sigue en mí en aquel primer viaje que hice a Tampa, en todo lo que conversamos ese día sobre Niquero, sobre los amigos comunes, en mi primera mirada a esta bahía y en el abrazo de despedida al atardecer, porque al día siguiente él debía estar en su trabajo.

Después nos volvimos a ver, pero aquel viaje juntos queda en mis recuerdos como el momento tampeño de la larga amistad que sostuvimos. Ahora, me toca recordarlo como fue: valiente, directo, emprendedor, desinteresado, decidido y, especialmente, buen amigo.

Ramón Cisnero
El pasado lunes me llamó Edgar Jerez, uno de mis queridos amigos. Nunca lo hace tan temprano, a las ocho y media de la mañana. Pero a esa hora supo que en Manzanillo acababa de morir Ramón Cisnero, El Negro, un excelente escultor incluido en nuestros amigos comunes. Era un hombre fuerte, saludable, siempre sonriente, sencillo, noble,  que apenas sobrepasó los cincuenta años, con una obra pictórica y escultórica reconocida, jovial y con muchos amigos en la ciudad. Muchas veces nos saludamos al encontrarnos en la calle y en otras conversamos sobre arte, historia, sobre la ciudad, sobre la vida. Un amigo suyo, el periodista Roberto Mesa-Matos, escribió conmovido: “Cisnero continuará esculpiendo la bondad y la nobleza a la diestra de Dios para desde el paraíso iluminar su pueblo, sonreír y abrazar a los que le conocimos”.

Ahora nos falta Cisnero en Manzanillo, donde quiso y fue querido; su vida la arrebató temprano el cruel Covid-19, como la de otros amigos, míos y de otros, de tantos que, otra vez con Vallejo, sienten que esta pandemia hace suyos los versos: Hay golpes en la vida, tan fuertes, yo no sé.

 

 

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