viernes, 18 de febrero de 2022

Los nietos cubanos nacen en el mundo

 Los nietos cubanos están naciendo en cualquier esquina del mundo. Ahora acabo de recibir al cuarto de los míos que llega a la vida lejos de la Perla de las Antillas, donde me tocó nacer. Dos hembras, Amy y Arianna, fueron recibidas en Tampa y Roma; los dos varones, Ernesto y ahora Stanley Gabriel, en diferentes ciudades floridanas.

Hace unas décadas, creía que todos nacerían en Cuba, donde mis padres y abuelos tuvieron a los suyos. Mi padre, quien siempre exclamaba “Cubita la bella” para referirse a la patria como a una novia, todavía alcanzó a que todos sus nietos nacieran dentro de la tierra “más hermosa que ojos humanos hayan visto”, como dijo Cristóbal Colón ante la majestad de su paisaje. Es que los cubanos no emigraban, exceptuando las décadas más tenebrosas de la dominación colonial española, especialmente quienes fueron perseguidos por sus ideas independentistas, como el poeta José María Heredia y José Martí, por mencionar dos figuras afincadas en el alma nacional.

  La mayor parte de los emigrados cubanos de fines del siglo XIX regresaron a su país al terminar la Guerra de Independencia, en 1898. Con la creación de la República, en 1902, a pesar de alejarse de la promesa martiana de justicia social, no fue significativa la emigración, si bien hubo breves períodos en que la violencia política generó exilios o destierros de corta duración. Más bien, Cuba fue un país que recibió miles de inmigrantes, especialmente españoles. Nadie, entonces, habría pensado que un día miles de cubanos optarían por la ciudadanía española, haciendo milagros para probar una ascendencia ibérica, con la única intención de irse a vivir fuera de la tierra que les vio nacer. Con ello, los nietos del abuelo que se beneficiaron de la sangre española son ahora abuelos que reciben sus nietos en la tierra de los antepasados redescubiertos.

Stanley Gabriel

Pienso en ello al recibir un nieto que comienza la vida en Crystal River, en el estado de Florida. Nadie me lo hubiera dicho cinco décadas atrás, cuando nos entregamos a un proyecto revolucionario que prometía el desarrollo económico, equidad social y participación en la política y cultura del país acorde a las aptitudes y actitudes de cada uno. Cuando la llamada Revolución, desde el primer día, provocó la salida del país de miles de cubanos, lo atribuimos a la falta de voluntad de las clases más adineradas para compartir un proceso de mayor equilibrio social y a los defensores, políticos o militares, del régimen anterior. Entonces no era posible prever que las salidas masivas del país, imparables hasta hoy, incluirían a tantos hijos de obreros, campesinos, intelectuales, profesionales, procedentes de las escuelas donde se prometió formar a un “hombre nuevo” que supuestamente gozaría de una plena vida material y espiritual.

El pretendido hombre nuevo es el padre de los nietos que recibimos los de mi generación, que entre otros sueños rotos incluimos el espacio geográfico en que visitaríamos o nos visitarían nuestros descendientes. Esa ilusión se me derrumbó cuando las circunstancias económicas, con todo el componente sociopolítico que le acompañan, me impulsaron a salir de Cuba, eligiendo a Tampa para vivir con mi esposa y los dos últimos vástagos.  Al tomar esa decisión, pensé en mis hijos y por ellos no me he arrepentido. Me ahorré –y es razón suficiente– el terrible trauma por el que han pasado tantos padres al sospechar que sus hijos puedan lanzarse al mar en un bote precario. Me ahorré ver a mis hijos haciendo negocios ilegales para comprar una bicicleta, un par de zapatos, un teléfono celular. Me ahorré ver que mis hijos rechazaran ir a la universidad con la explicación de que muchos médicos, ingenieros, profesores, viven con más pobreza que cualquier portero de un hotel para turistas extranjeros. Me ahorré que mis hijos convirtieran la pequeña vivienda en multifamiliar por no poder aspirar a una propia donde recibir a los suyos.

Los dos hijos que vinieron conmigo a Tampa fueron a la universidad. Uno de ellos se casó y es el padre del nieto que ahora acaba de nacer. Le recibimos con una inmensa felicidad, condición psicológica que siempre entraña un poco de egoísmo. Al abrazar a mi hijo, pensé en aquel día en que él vino al mundo en un hospital de Manzanillo, donde estuve rodeado de grandes amigos. De ellos, Ramón tiene ahora un nieto en Perú; Panchy lo tiene en Canadá; Pepe Luis, en Miami, al igual que Chucho Acosta; Tomy, en Texas; el de Luis Alberto tal vez llegue en París… Otros cubanos los tienen en España, Brasil, Rusia, Alaska, Oceanía, África, Australia, Suecia o en las pampas argentinas.

Muchos no podrán llegar a verlos y es triste, muy triste, que un abuelo no pueda levantar en sus brazos a una criatura que es entraña de sus entrañas y ha nacido quién sabe dónde porque él, tal vez, no supo –o no pudo– construir el reino donde recibir a sus descendientes. Al abrazar a mi pequeño nieto, acabado de nacer, pienso en aquellos abuelos cubanos de mi generación, a quienes no llega el grito con que anuncian su entrada al mundo los hijos de sus hijos regados en el mundo.

 

3 comentarios:

  1. Excelente reflexión sobre una dolorosa realidad.

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  2. Felicidades, Gabriel, y abundantes bendiciones para tu familion. Es exactamente asi. Si alguna vez tuvimos dudas sobre la decision de alejarnos de nuestro entorno original, hoy sabemos que fue la correcta y a tiempo. Que se haga la voluntad de Dios en nuestra amada isla.

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