viernes, 4 de febrero de 2022

3 de febrero de 1895: Levantando la Patria a manos puras

 Amanece. Ha desembarcado y ahora puede ver bien a Fortune Island, donde llega muy entrada la noche del sábado. Aquí vive un domingo de descanso físico, conversando con los compañeros de viaje –Mayía Rodríguez, Enrique Collazo y Manuel Mantilla–, con hombres de la tripulación del Athos (vapor en que viajaba a Cabo Haitiano), y, por momentos, con gente de paso o lugareña.

El martes había enviado, por fin, la orden de alzamiento a Juan Gualberto Gómez y aquí iban con él los otros dos firmantes.  Ahora hablaba del impacto que esa resolución estaría desatando en la Isla, donde en la segunda quincena de este mismo mes se encendería la insurrección.  Justamente hacia allá iría él, cuando se juntara con El Viejo (Máximo Gómez) que lo esperaba en Santo Domingo.

Al precipitarse su salida, con la autorización al estallido armado, tuvo que valerse de sus más cercanos colaboradores para la coordinación de los detalles del exterior. La misión inmediata más importante la dejó en manos de Gonzalo de Quesada: el viaje a Tampa y Cayo Hueso con el mensaje clandestino destinado a Juan Gualberto en La Habana –el que llegó entre las capas de un tabaco torcido en West Tampa– y levantar recursos con que reemplazar lo perdido; pero quiso acompañarlos de cartas y notas que escribió en la mañana del miércoles a los más conspicuos patriotas de esas ciudades, para que lo atendieran y lo mimaran como a él. A Ramón Rivero le dice: “Gonzalo y ustedes serán enseguida mi solo corazón”.  A Paulina y Pedroso, que “estoy levantando la patria a manos puras (…) quiéranme a Gonzalo”.  A Pedro Gómez:  “Ya antes de que Gonzalo de Quesada le presente esta carta, se habrá puesto Ud. a seguirlo, con sus ojos de padre, y a bendecirlo, lo mismo que a mí. Lo merezco, y él también”.  A Fernando Figueredo:  “Gonzalo va en mi lugar”. A Poyo: “Gonzalo de Quesada es mi carta (…) quiéralo (…) júntense (…) Que se oiga bien en Cuba. Que nos vean la vida”.

A todos ese desvelo, tocando las fibras más hondas de sus compatriotas ya amigos –las fibras del amor– para que al joven Secretario del Partido Revolucionario Cubano, que iba por primera vez a esos lugares,  le fuera fructífera su labor.

Al mediodía, un momento antes de subir al vapor, escribió con prisa a Antonio Maceo: “Salgo (…) la isla salta (…)  Sólo falta llegar”.  Le alcanzaba todavía la emoción del adiós a Nueva York, del que se despidió con alegría y tristeza, privándose de delicados afectos.  Sabía que no podía engañarse, atribuyendo asaltos de tristeza a la pérdida del concierto que al día siguiente ofrecería el maestro Miguel Castellanos en Fifth Avenue Hall, donde con seguridad incluiría a Chopin, con cuya música siempre se había conmovido.

Todo emergía este domingo desde las brumas de Fortune Island y le hacía comprender que la nostalgia no lo iba a abandonar. Ya el día antes, al mirar atrás desde la cubierta, en las estelas se dibujó otra vez la casa de Carmen y se sentó a escribir, con el balanceo del barco,  a la pequeña María: “Tu carita de angustia está todavía delante de mí, y el dolor de tu último beso”. Acaba de marcharse y ya quiere saber todo lo que ha hecho en estos tres días sin verla.  Un hombre tan necesitado de ser querido, desea al partir que su presencia siga en el corazón de la niña y, para que lo recuerde aprendiendo –no sólo que aprenda a recordarlo–, le pide que vaya haciendo como una historia de su viaje, con lo que aprenderá a conocer los lugares por los que él va pasando. También le escribe a Carmen, la hermana de María, para que sepa que ni este mar  nuevo, ni este cielo claro, hacen que  la olvide.  Le cuenta del camino, de Cat Island, de Watlig’s Island, “que muchos creen que es la primera tierra de América que vio Colón”. Y detrás de esta oración la exclamación incontrolada: “Tan cerca de Cuba, y todavía tan lejos”.  Es un día tranquilo para su cuerpo, caminando despacio, mirando al mar, aunque su cerebro no encuentra reposo.

Después le escribe a Gonzalo, detallando lo que hay que hacer, pero antes desborda su infinito agradecimiento hacia aquella familia que lo hospedó con tanto cariño en días  difíciles. “¿No me sienten en la casa, apegado, presente,  resuelto a no irme?”. Pero, tan grande como el cariño, es la obra que había que hacer. Toda la carta de aquel domingo tres de febrero es el entresijo de la extensa conspiración dentro y fuera de la Isla, y los amarres de esta potala los seguía él atenazando  por el mar, mostrando la misma seguridad con que el Capitán del Athos levantaría sus anclas al día siguiente, a la hora de partir a Cabo Haitiano.

(Tomado de mi libro Domingos de tanta luz (2019), que puede adquirirse a través de Amazón o escribiendo a cartayalopez@gmail.com.)

 

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