jueves, 27 de octubre de 2016

El día que llegó Colón a “la tierra más hermosa”

Cuando los nativos cubanos descubrieron a Cristóbal Colón, no conocían el calendario gregoriano para saber que estaban viviendo el domingo 28 de octubre de la era cristiana. De hecho, en el instante en que los visitantes europeos apuntaron el acontecimiento, registrando que habían encontrado tierras con pobladores que constituían una rareza humana, se llamaron a sí mismos descubridores, afirmación que dura hasta nuestros tiempos.
Adelantarse en establecer el concepto no sólo reflejó el dominio de la escritura, sino también el desarrollo tecnológico que les permitió cruzar el Atlántico, donde  se les atravesó un continente desconocido para ellos cuando iban hacia la India.
Estaba anocheciendo cuando las tres carabelas se detuvieron en la costa norte del oriente cubano y  76 hombres blancos pusieron sus pies en la arena. Con las últimas rendijas de luz, alcanzaron a ver una  vegetación tan verde y frondosa que debió parecerles la entrada al paraíso. Es famosa la frase de Cristóbal Colón ante la majestad natural que se abrió a sus ojos: “...es la tierra más hermosa que ojos humanos han visto”.
Ya estaban avisados por los “indios” de las islas vecinas, donde arribaron los marineros dos semanas antes, después de dos meses de incierta navegación iniciada en el puerto español de Palos de la Frontera, desde el que se lanzaron a la mar océana, sin imaginar que serían los inauguradores europeos del nuevo continente y que a partir de ellos la historia se partiría en dos: antes y después de Cristóbal Colón, casi igualando el antes y después de Cristo.


   Al bravo Capitán apenas le alcanzaban las palabras para dar órdenes sobre lo que podían o no hacer ante una realidad desconocida, absorto él mismo frente a un reino vegetal, animal y humano que desbordaba todos los cánones que la sapiencia humana había nominado y reglamentado. Ni las combinaciones florales multicolores que bordeaban los ríos, ni lo que creyeron perros mudos amaestrados, ni los hombres y mujeres semidesnudos que corrieron a rodearles como a dioses,  estuvieron previstos en la imaginación delirante de quienes montaron en la Santa María –nave capitana–, en la Pinta, o en La Niña.
Desde la llegada de Colón a las primeras islas del Caribe las vino bautizando, siendo la violación de sus apelativos originales la primera expresión de sometimiento, como si comenzaran con su abolengo a ser parte del universo, tierras descubiertas para sus Majestades, los Reyes Católicos de España, con todos sus derechos a reinar, a decidir el sitio de las riquezas que por orden divina les pertenecían y qué hacer con aquellos miles de hombres y mujeres que no estaban inscriptos entre los hijos de Dios, por lo que no pertenecían al prójimo que la palabra divina ha sugerido amar como a sí mismo.
Después de una primera noche durmiendo en las arenas merecedoras de Bariay (hay varias teorías sobre el punto exacto donde el Almirantese depositó por primera vez sus plantas en Cuba) y dijo la palabra Juana para ungir una tierra que, sin saber su extensión, merecía el nombre de la hija de sus Soberanos (más tarde se le llamó Fernandina, en honor al rey Fernando, porque una minúscula islilla a que habían puesto su nombre era insignificante para su Alteza),  las naves siguieron bordeando el norte oriental cubano, avanzando desde el puerto de Gibara hacia el oeste, impresionados  al no encontrarles fin mientras se sucedían los primeros días y noches, hasta que el excesivo entusiasmo del Gran Almirante del Mar desestimó la posibilidad de estar ante una isla, y comenzó a acariciar la ilusión de encontrarse a un paso de saludar al Gran Kan en las fronteras de China, alcanzado el continente asiático con el que cumplía la promesa a los Reyes de llegar al Oriente navegando a poniente y, de paso, probar las teorías entonces refutadas sobre la  redondez de la tierra.
Cuando iban navegando por  el norte de lo que hoy es Camagüey, ya era suficiente para Colón la confirmación de una masa continental y puso la proa de regreso, pasando cerca de Maisí y encontrándose con la isla que llamó La Española –Santo Domingo y Haití–.
El Gran Almirante de la Mar Océana regresaba a España paladeando sensaciones encontradas: encanto y preocupación, seguridad y dudas, optimismo y desesperanza. Bajarse de la Santa María mostrando unos pajarillos de colores, mínimas pepitas de oro, algunos aborígenes asustados balbuceando palabras raras y cientos de cuentos alucinantes, ¿sería suficiente para suplir las grandes cargas de oro que esperaban los Reyes Católicos?
La respuesta vino a completarla en Valladolid, donde murió en 1506,  sintiendo que no sólo los Reyes y sus contemporáneos se habían olvidado de él, sino hasta el mismísimo Dios. Carajos, que ni siquiera le pusieron su nombre, sino el de un pintamapas cualquiera, al continente que descubrió. 
                                                                                                           Publicado en La Gaceta, 10/28/2016

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