Cuando los nativos cubanos descubrieron a Cristóbal Colón, no conocían el calendario
gregoriano para saber que estaban viviendo el domingo 28 de octubre de la era
cristiana. De hecho, en el instante en que los visitantes europeos apuntaron el
acontecimiento, registrando que habían encontrado tierras con pobladores que
constituían una rareza humana, se llamaron a sí mismos descubridores,
afirmación que dura hasta nuestros tiempos.
Adelantarse
en establecer el concepto no sólo reflejó el dominio de la escritura, sino
también el desarrollo tecnológico que les permitió cruzar el Atlántico,
donde se les atravesó un continente
desconocido para ellos cuando iban hacia la India.
Estaba
anocheciendo cuando las tres carabelas se detuvieron en la costa norte del
oriente cubano y 76 hombres blancos
pusieron sus pies en la arena. Con las últimas rendijas de luz, alcanzaron a
ver una vegetación tan verde y frondosa
que debió parecerles la entrada al paraíso. Es famosa la frase de Cristóbal
Colón ante la majestad natural que se abrió a sus ojos: “...es la tierra más
hermosa que ojos humanos han visto”.
Ya estaban
avisados por los “indios” de las islas vecinas, donde arribaron los marineros
dos semanas antes, después de dos meses de incierta navegación iniciada en el
puerto español de Palos de la Frontera, desde el que se lanzaron a la mar
océana, sin imaginar que serían los inauguradores europeos del nuevo continente
y que a partir de ellos la historia se partiría en dos: antes y después de
Cristóbal Colón, casi igualando el antes y después de Cristo.
Al bravo
Capitán apenas le alcanzaban las palabras para dar órdenes sobre lo que podían
o no hacer ante una realidad desconocida, absorto él mismo frente a un reino
vegetal, animal y humano que desbordaba todos los cánones que la sapiencia
humana había nominado y reglamentado. Ni
las combinaciones florales multicolores que bordeaban los ríos, ni lo que
creyeron perros mudos amaestrados, ni los hombres y mujeres semidesnudos que
corrieron a rodearles como a dioses,
estuvieron previstos en la imaginación delirante de quienes montaron en
la Santa María –nave capitana–, en la Pinta, o en La Niña.
Desde la llegada de Colón a las primeras islas del Caribe las vino
bautizando, siendo la violación de sus apelativos originales la primera
expresión de sometimiento, como si comenzaran con su abolengo a ser parte del
universo, tierras descubiertas para sus Majestades, los Reyes Católicos de
España, con todos sus derechos a reinar, a decidir el sitio de las riquezas que
por orden divina les pertenecían y qué hacer con aquellos miles de hombres y
mujeres que no estaban inscriptos entre los hijos de Dios, por lo que no
pertenecían al prójimo que la palabra divina ha sugerido amar como a sí mismo.
Después de una primera noche durmiendo en las arenas merecedoras de
Bariay (hay varias teorías sobre el punto exacto donde el Almirantese depositó
por primera vez sus plantas en Cuba) y dijo la palabra Juana para ungir una
tierra que, sin saber su extensión, merecía el nombre de la hija de sus
Soberanos (más tarde se le llamó Fernandina, en honor al rey Fernando, porque
una minúscula islilla a que habían puesto su nombre era insignificante para su
Alteza), las naves siguieron bordeando
el norte oriental cubano, avanzando desde el puerto de Gibara hacia el oeste,
impresionados al no encontrarles fin
mientras se sucedían los primeros días y noches, hasta que el excesivo
entusiasmo del Gran Almirante del Mar desestimó la posibilidad de estar ante
una isla, y comenzó a acariciar la ilusión de encontrarse a un paso de saludar
al Gran Kan en las fronteras de China, alcanzado el continente asiático con el
que cumplía la promesa a los Reyes de llegar al Oriente navegando a poniente y,
de paso, probar las teorías entonces refutadas sobre la redondez de la tierra.
Cuando iban navegando por el
norte de lo que hoy es Camagüey, ya era suficiente para Colón la confirmación
de una masa continental y puso la proa de regreso, pasando cerca de Maisí y
encontrándose con la isla que llamó La Española –Santo Domingo y Haití–.
El Gran Almirante de la Mar Océana regresaba a España paladeando
sensaciones encontradas: encanto y preocupación, seguridad y dudas, optimismo y
desesperanza. Bajarse de la Santa María mostrando unos pajarillos de colores,
mínimas pepitas de oro, algunos aborígenes asustados balbuceando palabras raras
y cientos de cuentos alucinantes, ¿sería suficiente para suplir las grandes
cargas de oro que esperaban los Reyes Católicos?
La respuesta vino a completarla en Valladolid, donde murió en
1506, sintiendo que no sólo los Reyes y
sus contemporáneos se habían olvidado de él, sino hasta el mismísimo Dios.
Carajos, que ni siquiera le pusieron su nombre, sino el de un pintamapas
cualquiera, al continente que descubrió.
Publicado en La Gaceta, 10/28/2016
Publicado en La Gaceta, 10/28/2016
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