Aunque
empecé a admirar a Cayo Hueso por los profundos lazos que le unen a la historia
de Cuba –especialmente en la segunda mitad del siglo XIX–, no había estado
nunca en la porción de tierra más meridional de Estados Unidos. El pasado fin
de semana tuve esa oportunidad y la belleza, animación, conservación de su
historia y celebridad del lugar sobrepasaron los límites con que lo había
imaginado.
Cuando vas atravesando los
pequeños islotes –Cayo Largo, Tavernier, Islamorada, Layton, Marathon, Big Pine
Key, Cudyoe Key–, hasta llegar a Cayo Hueso, el verdor de la naturaleza tropical y especialmente
las palmas, hacen creer al cubano que está llegando a su país, lo que no está
lejos de lo real, pues hay más distancia entre Miami y el cayo del sur, que
entre éste y la isla más grande de Las Antillas.
Mis acompañantes en el recorrido por Cayo Hueso |
Millones de turistas buscan y encuentran en esos
islotes un lugar prodigioso donde descansar y disfrutar de una naturaleza
tropical encantadora, absortos frente a
un paisaje en que se unen la tierra, el mar, las estrellas y una
imponente puesta de sol que tiene en el muelle de Mallory Square un sitio privilegiado para
despedir cada atardecer al astro mayor con música y poesía. Llegamos allí
después de haber caminado por la ancha avenida Duval, entre cientos de
personas, admirando en sus dos lados el aporte armonioso de la obra humana y
natural en las construcciones de estilo victoriano, edificios de madera con el
modelo estadounidense del siglo XIX, rodeados de palmeras, bouganvilias,
frambollanes y otras plantas tropicales.
En ese recorrido por la calle Duval, decenas de
bares, restaurantes, tiendas, galerías de arte,
van deteniendo a los ávidos visitantes, atraídos por los olores de
exquisitas comidas, tabaco, ron y música constante que muchos tararean, otros
bailan, elevando la magia con que avanza la tarde. Aunque en cada uno de esos
lugares hay decenas de personas momentáneamente detenidas, ninguno vi más
concurrido que el amplio y famoso Sloppy Joe’s Bar, donde apenas es posible
abrirse paso para llegar a la barra y encontrar a un cantinero desocupado.
A pesar de esas grandes atracciones, dediqué la
mayor atención –hasta donde pudieron
resistir mis acompañantes– a los lugares históricos. Desde llegar, imaginé el
atardecer de aquel 25 de diciembre de 1891, cuando José Martí se desmontó del
Olivetti en el muelle de Cayo Hueso, acompañado de Ramón Rivero, Eligio
Carbonell y Juan Arnao. Allí les esperaban los líderes de la emigración cubana,
entre ellos el veterano Francisco Lamadriz, quien dijo al Apóstol que abrazaba
en él a la nueva generación.
Al caminar por la calle Duval, recordé que por ella
realizó José Martí su primer recorrido por esta ciudad, hasta hospedarse en el
hotel del mismo nombre. Al entrar al edificio del Instituto San Carlos, me
detuve a observar los salones, escaleras, paredes, como buscando en la materia
inanimada alguna huella de sus primeros
tiempos, cuando, hacia 1871, los patriotas cubanos emigrados fundaron la
sociedad el Ateneo, de donde nació el San Carlos. En su primer tiempo fue
visitado por Francisco Vicente Aguilera y durante la década de 1880 y 1890 se
convirtió en el principal centro de
reunión de los patriotas del Cayo y el sitio de los discursos martianos.
Al llegar al San Carlos, ya había pronunciado el
nombre de importantes héroes de la independencia cubana, pues unos minutos
antes habíamos entrado al cementerio histórico de Cayo Hueso, donde hay un
espacio en que flota una bandera cubana. Allí, hay tarjas con los nombres de
altos oficiales de la Guerra de los Diez Años, aun cuando no fueron enterrados
en este lugar, expresando el respeto de
los patriotas emigrados hacia ellos. También hay una tumba donde descansan los
huesos de la poetisa cubana Juana Borrero, que aunque murió a los 18 años ya había ganado celebridad, tanto
por su poesía como por la pasión hacia Julián del Casal y, finalmente, su
relación amorosa con Carlos Pio de Urbach, quien muere en la Guerra de
Independencia, un año después que ella.
Observando un gato de seis uñas, descendiente de los de Hemingway, en la casa de Cayo Hueso donde vivió el escritor |
Ya en el campo de la literatura y hablando de
aquella muchacha a la que mató el tifus en 1895, llegamos al número 907 de la
calle Whitehead, porque allí vivió y escribió Ernest Heminway, y tiene mucho de él. El momento fue muy propicio para
comentar con mi hijo Pedro Gabriel algunos momentos de la vida del gran
escritor, recordando algunos de sus cuentos y novelas, especialmente Tener y
no tener, pues fue escrita en este lugar, en una casa que conserva mucho de él. Como en esta obra, el hábil
pescador que fue el autor de El Viejo y el mar da muchas claves sobre
las corrientes marinas y el arte de capturar y dominar un pez,
subreptiticiamente le deslizo a mi hijo el comportamiento que debe observar al
salir de pesca conduciendo un barco, cuando unas horas después nos hagamos a la
mar entre los cayos.
La experiencia de mar no fue muy larga, pero sí
divertida. Nos fuimos a una pequeña isla donde es posible armar una parrillada
y allí Haydée Borrero –mi esposa, que se creyó por un instante expedicionaria–,
Pedro y Tania (también capitana), Beena, Tifany, Ryan, mi sobrina Ailicet y
Orlando, vimos ponerse el sol y, aunque
los peces se negaron a picar, pasamos una tarde fabulosa.
El lunes, al regresar, observamos en uno de los
cayos a una gran cantidad de personas reunidas alrededor de una bandera de
Estados Unidos, rindiendo homenaje a los caídos en defensa de la nación
estadounidense. Es lo justo, porque era Día de Recordación y, así como
recordamos en Cayo Hueso a los que murieron por la independencia de Cuba, era
un acto de rememoración a los caídos en defensa de esta nación.
Observando un acto que remite a la defensa de la
nación, pensamos que nunca un país
tendrá razones para imponer su modelo a otro, para que sus hijos no tengan que
morir defendiendo la causa por la que cayeron quienes ellos honran.
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