viernes, 31 de mayo de 2019

Una visita a Cayo Hueso


Aunque empecé a admirar a Cayo Hueso por los profundos lazos que le unen a la historia de Cuba –especialmente en la segunda mitad del siglo XIX–, no había estado nunca en la porción de tierra más meridional de Estados Unidos. El pasado fin de semana tuve esa oportunidad y la belleza, animación, conservación de su historia y celebridad del lugar sobrepasaron los límites con que lo había imaginado.
Cuando vas atravesando los pequeños islotes –Cayo Largo, Tavernier, Islamorada, Layton, Marathon, Big Pine Key, Cudyoe Key–, hasta llegar a Cayo Hueso, el verdor de la naturaleza tropical y especialmente las palmas, hacen creer al cubano que está llegando a su país, lo que no está lejos de lo real, pues hay más distancia entre Miami y el cayo del sur, que entre éste y la isla más grande de Las Antillas.
Mis acompañantes en el recorrido por  Cayo Hueso

Millones de turistas buscan y encuentran en esos islotes un lugar prodigioso donde descansar y disfrutar de una naturaleza tropical encantadora, absortos frente a  un paisaje en que se unen la tierra, el mar, las estrellas y una imponente puesta de sol que tiene en el muelle de  Mallory Square un sitio privilegiado para despedir cada atardecer al astro mayor con música y poesía. Llegamos allí después de haber caminado por la ancha avenida Duval, entre cientos de personas, admirando en sus dos lados el aporte armonioso de la obra humana y natural en las construcciones de estilo victoriano, edificios de madera con el modelo estadounidense del siglo XIX, rodeados de palmeras, bouganvilias, frambollanes y otras plantas tropicales.
En ese recorrido por la calle Duval, decenas de bares, restaurantes, tiendas, galerías de arte,  van deteniendo a los ávidos visitantes, atraídos por los olores de exquisitas comidas, tabaco, ron y música constante que muchos tararean, otros bailan, elevando la magia con que avanza la tarde. Aunque en cada uno de esos lugares hay decenas de personas momentáneamente detenidas, ninguno vi más concurrido que el amplio y famoso Sloppy Joe’s Bar, donde apenas es posible abrirse paso para llegar a la barra y encontrar a un cantinero desocupado.
A pesar de esas grandes atracciones, dediqué la mayor atención  –hasta donde pudieron resistir mis acompañantes– a los lugares históricos. Desde llegar, imaginé el atardecer de aquel 25 de diciembre de 1891, cuando José Martí se desmontó del Olivetti en el muelle de Cayo Hueso, acompañado de Ramón Rivero, Eligio Carbonell y Juan Arnao. Allí les esperaban los líderes de la emigración cubana, entre ellos el veterano Francisco Lamadriz, quien dijo al Apóstol que abrazaba en él a la nueva generación.
Al caminar por la calle Duval, recordé que por ella realizó José Martí su primer recorrido por esta ciudad, hasta hospedarse en el hotel del mismo nombre. Al entrar al edificio del ­Instituto San Carlos, me detuve a observar los salones, escaleras, paredes, como buscando en la materia inanimada alguna huella de sus  primeros tiempos, cuando, hacia 1871, los patriotas cubanos emigrados fundaron la sociedad el Ateneo, de donde nació el San Carlos. En su primer tiempo fue visitado por Francisco Vicente Aguilera y durante la década de 1880 y 1890 se convirtió en el  principal centro de reunión de los patriotas del Cayo y el sitio de los discursos martianos.
Al llegar al San Carlos, ya había pronunciado el nombre de importantes héroes de la independencia cubana, pues unos minutos antes habíamos entrado al cementerio histórico de Cayo Hueso, donde hay un espacio en que flota una bandera cubana. Allí, hay tarjas con los nombres de altos oficiales de la Guerra de los Diez Años, aun cuando no fueron enterrados en este lugar,  expresando el respeto de los patriotas emigrados hacia ellos. También hay una tumba donde descansan los huesos de la poetisa cubana Juana Borrero, que aunque murió a  los 18 años ya había ganado celebridad, tanto por su poesía como por la pasión hacia Julián del Casal y, finalmente, su relación amorosa con Carlos Pio de Urbach, quien muere en la Guerra de Independencia, un año después que ella.
Observando un gato de seis uñas, descendiente de los
de Hemingway, en la casa de Cayo Hueso donde vivió el escritor
Ya en el campo de la literatura y hablando de aquella muchacha a la que mató el tifus en 1895, llegamos al número 907 de la calle Whitehead, porque allí vivió y escribió Ernest Heminway,  y tiene mucho de él. El momento fue muy propicio para comentar con mi hijo Pedro Gabriel algunos momentos de la vida del gran escritor, recordando algunos de sus cuentos y novelas, especialmente Tener y no tener, pues fue escrita en este lugar, en una casa que conserva mucho de él. Como en esta obra, el hábil pescador que fue el autor de El Viejo y el mar da muchas claves sobre las corrientes marinas y el arte de capturar y dominar un pez, subreptiticiamente le deslizo a mi hijo el comportamiento que debe observar al salir de pesca conduciendo un barco, cuando unas horas después nos hagamos a la mar entre los cayos.
La experiencia de mar no fue muy larga, pero sí divertida. Nos fuimos a una pequeña isla donde es posible armar una parrillada y allí Haydée Borrero –mi esposa, que se creyó por un instante expedicionaria–, Pedro y Tania (también capitana), Beena, Tifany, Ryan, mi sobrina Ailicet y Orlando, vimos ponerse  el sol y, aunque los peces se negaron a picar, pasamos una tarde fabulosa.
El lunes, al regresar, observamos en uno de los cayos a una gran cantidad de personas reunidas alrededor de una bandera de Estados Unidos, rindiendo homenaje a los caídos en defensa de la nación estadounidense. Es lo justo, porque era Día de Recordación y, así como recordamos en Cayo Hueso a los que murieron por la independencia de Cuba, era un acto de rememoración a los caídos en defensa de esta nación.
Observando un acto que remite a la defensa de la nación,  pensamos que nunca un país tendrá razones para imponer su modelo a otro, para que sus hijos no tengan que morir defendiendo la causa por la que cayeron quienes ellos honran.





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