viernes, 7 de junio de 2019

Diálogo con Emiliano Salcines en “La Oriental”


El sábado pasado, en la pequeña cafetería “La Oriental”, ubicada en la  calle Columbus, West Tampa, nos reunimos el poeta Alberto Sicilia y yo con Emiliano Salcines y un grupo de sus dilectos amigos jubilados, quienes acostumbran encontrarse en ese cálido sitio en mañanas sabatinas y/o dominicales, para conversar de cuánto viene a la buena memoria de cada quien.
El evento podría ­llamarse “La tertulia de Salcines”, porque él es como el centro de la conversación. La naturaleza concedió a quien fue el primer Juez hispano del condado de Hillsborough la riqueza de la palabra, el  buen humor,  viva
inteligencia y un don de gentes que, en su sencillez natural, lo hacen sobresalir en cuanta reunión tiene el privilegio de contar con su asistencia.
Pero ahora voy a ocupar estas líneas con sólo una parte de la conversación, dedicada de forma imprevista a la biblioteca de West Tampa radicada en la calle Howard,  un bello edificio de estilo neoclásico inaugurado en 1914. La exquisita disertación de Salcines –también historiador y profesor de mérito– se produjo ante una interrogante sobre los libros en español con que cuenta este centro de lecturas.  –Tuvo muchos– dijo Emilano, remontando la explicación al momento en que los lectores de tabaquería tenían sus bibliotecas particulares, de donde extraían las diversas lecturas que llevaban a la sala de los operarios.
En la cafetería "La Oriental", el sábado 1.° de junio, 2019
–Eran lecturas muy bien elegidas– puntualizó Salcines, acaparando la atención de todos y cuyo diálogo interrumpía cada vez que al abrirse la puerta entró alguien, a quien invariablemente saludó con su nombre y una palabra de cariño. Los lectores –continuó– encargaban los libros a Cuba, Nueva York y otros lugares y correspondían a  los mejores autores de su tiempo. Se leía a Cervantes, Víctor Hugo, Dostoievski, Blasco Ibáñez, Alejandro Dumas, Balzac, Tolstoi, en fin, a los grandes escritores. Muchas veces los lectores, que además de cultos tenían un don actoral y declamaban modulando la voz (en ese momento nuestro amigo hizo una imitación variando la voz de un personaje masculino a uno femenino, con lo que mostró que habría sido un excelente lector), se intercambiaban esas obras y El Conde de Montecristo podía empezar en una fábrica cuando había concluido en otra. Bueno, muchos de esos libros fueron donados a esa biblioteca, que desde su inauguración ofreció sus servicios gratuitos en West Tampa, un municipio que tuvo gobierno propio hasta 1925.
A fines de la década de 1920 comienza a decaer, hasta ­desaparecer, el oficio del lector de tabaquería. Entre otras cosas, se les fue acorralando porque muchos incentivaban el sindicalismo, la jornada de trabajo de ocho horas, que la mujer no perdiera el trabajo cuando fuera a parir y esas lecturas chocaban con las políticas de los propietarios. Cientos de esos libros fueron donados a West Tampa Branch Library. Pero unos años después, con la entrada de nuevos libros en idioma inglés, se decidió guardar esa amplia bibliografía hispana en el sótano, un lugar inapropiado en este lugar, porque el agua está cerca de la superficie y hay permanente humedad. 
Es bueno recordar –apunta Emiliano– que el multimillonario Andrew Carnegie financió la construcción  de esa institución. Se eligieron once bibliotecas en Florida para recibir la donación de Carnegie y entre ellas estuvo la de nosotros. Pero, por alguna razón, en los planos aprobados por el benefactor estaba diseñado un sótano. La opción fue clara: “O se le hace sótano, o no hay biblioteca”, según nos cuenta el letrado locuaz. De manera que el recinto contaba con esa catacumba cuando unos años después llegó la indicación de darle espacio a los nuevos libros que se leerían en la lengua de Shakespeare.
En ese momento, El Conde de Montecristo, Ana Karenina y Los hermanos Karamazov se fueron al sótano junto a  La Barraca y Los Miserables. En aquel lugar los fue cubriendo una capa de moho y al cabo de unos años no les quedó otro remedio que ser trasladados a los depósitos de desperdicios.
–Por eso hoy no vas a encontrar muchos libros en español en este lugar– concluyó Salcines, en el instante en que todos se pusieron de pie, siguiéndolo a él, para aplaudir con visible alegría la entrada de un amigo que recién fue dado de alta de un hospital de la ciudad. 
Sé, porque he estado varias veces en esta tertulia sabatina alrededor de Emiliano Salcines, la riqueza humana que rodea a este grupo que hace más de un cuarto de siglo se viene reuniendo en una cafetería de West Tampa, primero en El Gallo de Oro, después en El Arcoiris y La Oriental, donde hablan de todo y de todos, hacen cuentos, recuerdan sus historias, inquieren por la salud del que se ausenta, toman café, meriendan, se alegran con las buenas noticias, se preocupan por los destinos del mundo y les desean a todos buena salud.





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