viernes, 29 de mayo de 2020

Desde una playa de Sarasota


Parecía que todos, más que a celebrar la inminencia del vigésimo verano del siglo, se hubieran precipitado a las aguas del mar a regocijarse por la añorada culminación del confinamiento a que una terrible pandemia nos ha obligado durante casi toda la primavera. Si esta vez la estación de las flores no pudo ser aplaudida en grupo, porque el “quédate en casa” se convirtió en el único antídoto seguro contra el contagio, adelantaríamos el saludo al verano atendiendo al instinto más que a la ciencia, protegidos por el resguardo ancestral de todos los dioses de las aguas. Sólo desde esta mística podía entenderse que tan abruptamente nos deshiciéramos, de un día para otro, de las mascarillas, saludos desde seis pies, líquidos antisépticos, para abrazarnos  entre amigos y rosarnos con muchos desconocidos, como si con ello pudiéramos resarcir dos meses de atraso en la milenaria costumbre social de interrelacionarnos.
Mi asistencia a este milagro se produjo en una hermosa playa de Sarasota –en la Florida estadounidense–, durante el fin  de semana que se alargó al lunes, por coincidir  ese día con el homenaje a los que han ofrendado su vida envueltos en la bandera de esta nación. El recuerdo a los caídos, esta vez  llegó junto a la decisión política de comenzar a abrir el país a una gradual normalidad de su vida económica, aun cuando las más prestigiosas voces científicas aconsejan no descuidar un prudente distanciamiento social hasta que una vacuna pueda protegernos del virus que está azotando a la humanidad.
Si bien la ciencia tiene el poder de aconsejar desde la razón, son los políticos quienes han alcanzado la facultad de aprobar las disposiciones que rigen el comportamiento social. Y esta vez, a partir de la máxima jerarquía ejecutiva del país, las medidas de desconfinamiento han dado prioridad a la influencia que puede tener en la aceptación del liderazgo una pronta recuperación de la economía. Una vez indicadas las normas a seguir, la apertura de las playas  –entre otros lugares– marcaron el lugar del reencuentro público, con la esperanza de que las olas salobres y la gracia de los dioses nos vacunen por adelantado.
Siesta es la gracia de la playa a que acudí con parte de mi familia y es también el nombre del cayo, pegado a Sarasota,  donde la ribera se alarga con más de cuarenta hectáreas de aguas cristalinas y una arena blanca que proviene esencialmente de infinitos corales pulverizados. Al estar considerada una de las mejores playas de Estados Unidos –la mejor, ha sido bautizada por muchos– es lógico que los hijos de sus pueblos vecinos, donde está Tampa a sólo una hora, la visiten y aplaudan. A ello contribuyen sus amplias posibilidades de parqueo gratuito, la facilitación de muelles para quienes llevan sus botes, las ofertas de hospedaje y restaurantes y, en especial, la impresionante belleza del lugar.
Pero Siesta, esta vez, fue mucho más que una playa de recreación. Fue el lugar ­elegido por miles de personas que durante más de dos meses alimentaron la esperanza de salir de su casa y adentrarse en un torbellino de gente liberada. Allí, tuve la impresión de que esas personas abandonaban por un instante las noticias que acercaban a cien mil las muertes producidas por el Covid-19 en Estados Unidos y a más de un millón setecientos mil los contagios. Y, más grave aún, olvidábamos por un instante las recomendaciones científicas sobre la gravedad de la pandemia creada por un virus que no se conoce suficientemente y contra el que no tenemos todavía la vacuna protectora.
La playa, de todos modos, fue un canto a la esperanza, un aferramiento a la fe que desde los ancestros acudieron a los poderes sobrenaturales, al mar, el sol o las estrellas, para que nos explicaran antes que la ciencia el destino de nuestras vidas.
En la petición más abrumadora ante esas fuerzas inconmensurables, el sacrificio humano a los dioses fue una de las más terribles. En Cartago inmolaban niños para complacer a esas divinidades. El ritual capacocha de los incas ofrendaba la vida de niños menores de 12 años a sus deidades para que su ira no fuera a desatar una plaga devastadora.
En esa edad estaba una niña que entristeció la tarde del domingo pasado, en la playa de Sarasota, al ahogarse delante de todos, sin que nadie se diera cuenta.  Miramos sobrecogidos hacia la camilla donde, en vano, los paramédicos intentaban volverla a la vida. Pero ahora, ni siquiera tenemos el consuelo de justificar la aparente naturalidad con que se regó por la arena la tragedia, con la ilusión de que ese inmenso sacrificio venga a salvarnos de la pandemia terrenal.
Si así fuera, una esperanza imaginaria, como un conjuro, justificaría el abandono repentino  de la distancia social y de las mascarillas recomendadas con sensatez. Con todo, lo prudente es confiar en que pronto la ciencia encontrará la verdadera solución.

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