jueves, 3 de septiembre de 2020

Extremos de opinión en la campaña electoral estadounidense

 

Antes de las elecciones de 2020, ya había asistido a cuatro en Estados Unidos, dos de ellas como residente en el país y las últimas con la condición de ciudadano y, por ello, con derecho al voto. En ellas,  dos veces ganaron los republicanos (George Busch en 2004 y Donald Trump en 2016), mientras el demócrata Barack Obama triunfó en 2008 y 2012. Como en todas las campañas electorales del país, en ellas hubo una reñida pugna desde las bases de ese proceso, primero buscando la nominación por el partido y después entre los candidatos presidenciales. En múltiples discursos de campaña, en convenciones y continuos actos en los diferentes estados que componen la nación,  y  en medio de una propaganda continua en los medios de comunicación, vallas públicas, letreros lumínicos y toda una parafernalia propagandística que cuesta miles de millones de dólares,  los contendientes insisten en ocultar los méritos y agrandar los defectos de su oponente, prometiendo crecimiento económico, mayor justicia, soluciones a los problemas de salud y educación, así como, según la amenaza del momento –terrorismo, en primer lugar, desde el 11 de septiembre de 2001–, derrotar a cualquier enemigo de la nación.

Sin embargo, hasta las elecciones de 2020 nunca vi un lenguaje donde se haya extremado tanto la ofensa al contendiente –persona o partido–, el irrespeto a la dignidad del otro, aunque haya dedicado su vida a servir al país en los cargos más altos de su administración política. Cuando se trata de una nación sin gobernación caudillista en toda su historia y que ha cumplido  por más de doscientos años con los ciclos de poder que ampara su constitución, al ofender a la persona del contrincante electoral se ofende a la nación, se ofende a la constitución.

 Había leído las críticas de José Martí a las campañas electorales en Estados Unidos de las que él fue testigo, particularmente las de 1884 y 1888. Aunque el pensador cubano simpatizó con muchos aspectos de la democracia estadounidense, observó con mucha preocupación espurios intereses que se movían detrás de ella para favorecer a grupos de poder que ponían en tela de juicio su naturaleza democrática. Sin embargo, creía rebasados los elementos más nocivos que el talentoso hispanoamericano informó a su público a través de importantes periódicos (La Nación, de Argentina y el mexicano El Partido Liberal, entre otros), como han sido superados otros males de la nación que fueron denunciados en su tiempo por el citado comentarista.

Al menos, no había advertido en las elecciones pasadas un comportamiento que se correspondiera al peden leter con esta visión que nos dejó Martí sobre las elecciones de 1884:

 “Una vez nombrados en las Convenciones los candidatos, el cieno sube hasta los arzones de las sillas. Las barbas blancas de los diarios olvidan el pudor de la vejez. Se vuelcan cubas de lodo sobre las cabezas. Se miente y exagera a sabiendas. Se dan tajos en el vientre y por la espalda. Se creen legítimas todas las infamias. Todo golpe es bueno, con tal que aturda al enemigo. El que inventa una villanía eficaz se pavonea orgulloso. Se juzgan dispensados, aún los hombres eminentes, de los deberes más triviales del honor (...) En vano se leen con ansia en esos meses los periódicos de opiniones más opuestas. Un observador de buena fe no sabe cómo analizar una batalla en que todos creen lícito campear de mala fe. De plano niega un diario lo que de plano afirma el otro. De propósito cercena cada uno cuanto honre al candidato adverso. Desconocen en esos días el placer de honrar”.*

Confiando en la sinceridad y agudeza del escritor cubano, nunca dudé de que hubiera pintado con fidelidad lo que entonces apreció. Pero ha pasado casi siglo y medio y el sistema capitalista que entonces pugnaba por nacer violentamente en Estados Unidos ya no es el mismo. Ya los obreros no viven como aquellos que Martí pintó en “Un drama terrible” donde se refiere a las luchas obreras que desembocaron en el crimen de Chicago en mayo de 1886. Sin embargo, las elecciones de 2020 han traído aquellos mismos componentes denunciados por un extranjero en  1884. “Se miente y se exagera a sabiendas”, parece haber ocurrido entonces entre quienes apoyaban al republicano James Blaine y quienes preferían al demócrata  Grover Cleveland, quien resultó triunfador. “Se miente y exagera a sabiendas”, está ocurriendo 136 años después.

Ni Donald Trump es fascista, ni Joe Biden es socialista. Todos lo saben, pero en la campaña hacia la presidencia uno y otro título pueden ser decisivos en la definición del votante. En términos ideológicos, ninguno de los dos es antisistema y  defienden las bases del modelo socioeconómico  al que corresponden. Si uno fuera fascista (doctrina totalitaria y nacionalista) y el otro socialista (doctrina contraria a la propiedad privada), no habrían ocupado los cargos de presidente y vicepresidente de Estados Unidos. Pero,  “Se creen legítimas todas las infamias” y no importan los méritos que un hombre haya acumulado en toda su vida para ofenderle en la prensa, en los canales de televisión, e inventar cuanta imagen pueda denigrarle, sin importar el “pudor de la vejez”. Quiero creer, al menos, que a los niños no se les deje ver las imágenes con las que los adultos se mienten unos a otros, para que crezcan sin perder la confianza en el legado de sus padres.

Es legítimo que unos sean republicanos y otros demócratas, pero cómo respetar la democracia cuando se desconoce el derecho del que piensa diferente. Cómo respetar al que “se pavonea orgulloso” cuando “inventa una villanía”. Porque es una villanía consciente llamar socialista o comunista a Joe Biden y levantar el fantasma de que este país, con Constitución y todo, sería devorado por él, que es,  entre los dos hombres que en el 2020 contienden por la presidencia de Estados Unidos, el que menos semblante de dictador tiene.

*José Martí. Obras Completas, tomo 10, pp. 184.

Publicado en La Gaceta, 9.4.20

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