sábado, 16 de abril de 2022

Sólo la luz es comparable a mi felicidad

 ¡Al fin llegó José Martí a su primer domingo mambí! Hace tres días que está en tierra cubana, desde el instante en que sus pies mojados salieron del mar tumultuoso, en Playitas de Cajobabo. Hasta allí llegaron casi al mediar la noche del Jueves Santo, más iluminados por el júbilo que por la luna llena, mientras  él disimulaba el ardor en las manos, ampolladas por la fuerza con que haló el remo de proa.

Las dos últimas noches durmieron algunas horas en una gruta de la montaña –la Cueva de Juan Ramírez le llaman–, ya en lo alto de unas lomas cubiertas por la floresta cubana. Se sentó a dormir en la tierra, haciendo un colchón con las hojas de los árboles. Sin embargo, a pesar de la fatiga, es tanto el embeleso con el canto de la sierra que demora en dormir, atento a la crecida del río Caratará, al sonido de las chicharas, al ladrido de algún perro cimarrón y al suave rumor de unas ramas que nunca antes vio tan cerca de las estrellas.

Casa de Salustiano Leyva en Playitas, primera a que
 llega José Martí en la madrugada del 11 de abril de 1895.

El domingo 14 de abril terminó la acampada en ese Templo –como le bautizó Máximo Gómez– que también sirvió para el envío de mensajes a varios patriotas alistados desde la guerra anterior. En respuesta, el primero en llegar fue el campesino lugareño Abraham Leyva, “cargado de carne de puerco, de cañas, de boniatos, del pollo que manda la Niña”, escribió él en su Diario de Campaña. Más tarde apareció José, de sólo catorce años, dispuesto a servir de práctico en la siguiente jornada. Antes que el sol, salieron ellos de la cueva y comenzaron a escalar la montaña, cruzando varias veces el mismo río, que en ocasiones llega hasta la cintura y empuja el cuerpo con la corriente. En el avance rápido, el poeta soldado no siente la carga –mochila repleta, cien cápsulas, rifle, revólver, un tubo de mapas– porque todo le parece mágico y va absorbiendo en cuerpo y alma la majestad de la naturaleza con una embriaguez que lo renueva y hechiza.

Entre la cueva “Juan Ramírez” y la casa de Tavera, en Vega Batea, hay una distancia de 29 kilómetros, y el pequeño grupo los vence en un solo día a pesar de las lomas empinadas, el cruce del río pedregoso y apartando matorrales abruptos, lo que hace muy difícil ese recorrido hasta para los hombres curtidos en esa práctica. Hay que imaginar, entonces, lo que esa ardua jornada dominical significó para Martí y, sin embargo, las impresiones que de esos días nos dejó en su Diario sólo reflejan una armonía suprema con la atmósfera natural y humana que le rodea. En las palabras “subir lomas hermana hombres” se respira únicamente ese contento, pletórico de un asombro casi infantil ante la yaya “de hoja fina”, la majagua, el cupey. Es tanta la belleza del mundo que le rodea que puede encontrar dulzor en la naranja agria, y hasta entender la muerte necesaria cuando, de un machetazo, Marcos del Rosario degüella a una jutía para el sustento. Con ese deslumbramiento llegó al nuevo campamento, en Sao del Nejesial, cuyo lugar le pareció un “lindo rincón, claro, en el monte”. También anota su honda satisfacción con los compañeros, como la gratitud a César Salas, que ese día ha cosido su tahalí, roto con la corriente del río; o cuando le alcanzan un fragmento de la jutía, asada en las brasas de leña seca.

La alegría se hizo general cuando vieron llegar a los primeros hombres de la tropa de Félix Ruenes, con él al frente, que vinieron desde Vega Batea a alcanzarles. En aquel lugar tienen su campamento, donde les espera la tropa. Todos saltaron a abrazarlos: “¡Ah, hermanos!”. Tan grande fue el alborozo en el naciente mambí, que le pareció ver sanar a los enfermos con su mirada amorosa. Inmediatmente se interrumpe el descanso, porque faltaba un buen trecho por andar, hasta el rancho de Tavera. Pero hasta los árboles del camino parecen engalanados y toda la floresta brinda una música triunfal. De pronto, aparecen los centinelas de la tropa acampada. Martí eterniza el instante en su cuaderno: “En filas nos aguardan. Vestidos desiguales, de camiseta algunos, camisa y pantalón otros,  otros chamarretas y calzón crudo: yareyes, de pico: negros, pardos, dos españoles”. En esa composición estaba el sentido de la unidad, español incluido. Enseguida, “Ruenes nos presenta. Habla erguido el General, Hablo. Desfile, alegría, cocina, grupos”.

La noticias son intercambiadas, una tras otra. Ellos conocen de la llegada de Antonio Maceo y Flor Crombet, que se le adelantaron sólo diez días. Entraron por Duaba –en las cercanías de Baracoa– y ya avanzan hacia el oeste oriental. También se informan sobre la campaña autonomista, desatada inútilmente para frenar la revolución, así como de otros  detalles del alzamiento en toda la región. Palpan el entusiasmo general en las palabras de Ruenes, Galano, Rubio, en todos. Comprenden que hay en pie hombres suficientes y son más los dispuestos a secundarlos, pero faltan armas, recursos de guerra. Entonces, él explica las potencialidades del exterior y la organización de sus redes para apoyar la contienda bélica. Pregunta por la posibilidad de comunicaciones con Nueva York. Ruenes ofrece seguridad por Baracoa y al instante el Delegado del Partido Revolucionario Cubano piensa en la carta que enseguida escribirá a Gonzalo de Quesada y Benjamín Guerra, contándoles esta felicidad y, sobre todo, explicándoles la necesidad urgente de la guerra, con un optimismo desenfrenado: “Mil armas más, y parque para un año, y hemos vencido”.

Ya entrada la noche, mientras Gómez le ayudaba a colgar su hamaca en la entrada de la casa forrada con yaguas de palmas, lo miró como a un padre. En realidad, el General se mostraba muy complacido con su finalmente amigo, quien le ha sorprendido en esta dura jornada. Así lo anotó el jefe militar en su propio Diario: “Nos admiramos, los viejos guerreros acostumbrados a estas rudezas, de la resistencia de Martí, que nos acompaña sin flojeras de ninguna especie por estas escarpadísimas montañas”.

Antes de dormir, como si todos quisieran endulzarle más la culminación del domingo, se le acercó cariñoso el práctico José, con un catauro lleno de miel de abejas: “Rica miel, en panal”, apunta. Ya acostado en la hamaca, mientras sus compañeros duermen alrededor, la luna le regaló una imagen poética que nos legó en su Diario: “En lo alto de la cresta atrás, una paloma y una estrella”. Únicamente él era capaz de adivinarlas, al percibir: “¡qué luz, qué aire, qué lleno el pecho, qué ligero el cuerpo angustiado!”.

Nota. Tomado de mi libro Domingos de tanta luz, el que puede adquirirse en Amazon o dirigiéndose  a su autor  a través de cartayalopez@gmail.com.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario