viernes, 26 de abril de 2024

La Vía Apia, una eterna calzada italiana

 El pasado 21 de abril la ciudad de Roma celebró el 2777 aniversario de su fundación, una fecha cuya anotación en la historia debemos  a Marco Terencio Varrón, un político e historiador de fines de la era antigua y principios de la nuestra, quien basado en leyendas y tradiciones (incluida la de los gemelos Rómulo y Remo amamantados por una loba) propuso una fecha exacta para el nacimiento de la ciudad de las siete colinas al este del río Tíber.

En esta tercera y penúltima crónica sobre mi reciente visita a Roma, quiero detenerme en uno de sus sitios históricos que más me impresionó: la Vía Apia.  Al llegar a espacios conservados de lo que fue aquella famosa calzada, ya había estado en El Coliseo, en espacios conservados de los acueductos, en algunas catacumbas y otros lugares privilegiados por el tiempo, pero al caminar por la piedras vivas sobre las que  hace dos mil años transitaron emperadores, militares famosos, patricios, plebeyos y esclavos –con tantos sueños, glorias, felicidad y dolor–, se produce una sensación de desolada infinitud.

 En la Vía Apia, converso con Maurizio Tripodi sobre
la grandeza de la ingeniería romana que concibió
esta obra hace más de dos mil años.

Caminé unos cuantos metros de la Vía Apia original al lado de Maurizio, Yenitza, Arianna y José Gabriel. Por momentos, nos fuimos agachando a tocar las piedras, a mirar construcciones a su alrededor que fueron testigos de salidas a batallas, regresos triunfales, sitios de descanso, intercambio de caballos, referencia de llegada y salida, atisbo de adversarios o, simplemente, remansos de amor y reanimación.

La vía, a la que el poeta Estacio llamó Longarum Teritur Regina Viarum (la reina de las carreteras largas), debe su nombre al político y militar  romano  ­Appio Claudio Ciego, quien en el siglo IV a.n.e. comenzó su construcción hacia el sur de Roma para trasladar los ejércitos durante las Guerras Samnitas. Su primera expansión se extendió hasta Capua, cerca de Nápoles, con más de 500 kilómetros de largo y unos 8 metros de ancho. En los siglos siguientes, incluidos los del Imperio Romano, fue expandiéndose hasta llegar a a Brindisi, importante puerto del Mediterráneo oriental que facilita el transporte hacia el Oriente.

Esta admirable obra de ingeniería romana fue edificada con capas de piedra y cemento de cal sobre una cubierta de gravilla, con una pequeña inclinación a ambos lados que servía de drenaje. Es impresionante caminar sobre fragmentos de esta calzada y aunque la erosión ha provocado que hayan desaparecido muchas junturas entre las piedras, sabemos por testimonios de la época en que fue construida que en sus orígenes  tuvo una superficie tan plana como las carreteras modernas.

En sus siglos de existencia, el Imperio Romano extendió las carreteras hacia todos los puntos cardinales, llegando hasta España, Britania, parte de África y el Oriente. Así como la construcción de acueductos, puentes, murallas  y otras obras de ingeniería marcaron el florecimiento de Roma en la antigüedad y su significado para la civilización universal, ninguna ruta adquirió la plenitud de la Via Apia, convertida en el paradigma de todos los caminos por los que los romanos se extendieron al mundo.

Los caminos, a fin de cuentas, son la historia de todos, aunque el acento histórico lo haya asumido la narrativa del vencedor. En la literatura y en tantos filmes se acentúa el papel de los caudillos transitando esta vía y se pierde el rostro de los subordinados. Es más fácil reconstruir la imagen de Vespasiano o de Trajano,  que relacionar la famosa calzada con el sufrimiento  de los miles de esclavos trasladados a Roma.

De todos  modos y a favor  del provecho económico que aun puede prestar desde un enfoque turístico, ahora esta calzada está propuesta para que sea considerada Patrimonio de la Humanidad. Para ello, se insiste en que la Apia no fue solo un medio de conquista, sino también una vía de extender la civilización. Con lo válido de esa óptica, al apoyar la aspiración de que en 2024 esta obra alcance esa categoría dada por la UNESCO, sumamos el culto al camino abierto, que es siempre más esperanzador que la construcción de muros. Porque  el camino, como sabía el poeta español Antonio Machado, se hace al andar.

El eterno andar, el del ser vivo y  el tiempo, sentí en el embrujo de un atardecer  en que, bien acompañado, anduve un tramo de la milenaria y paradigmática Vía Apia de los romanos.

 

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