viernes, 19 de abril de 2024

Roma: el lugar donde asesinaron a Julio César

 Al caminar por las calles de Roma, en un momento vino a mi memoria que Ybor City tiene mucho de Italia, pues cientos de sus hijos participaron de sus orígenes a fines del siglo XIX. Por ello, hay tantos apellidos de esta procedencia en Tampa y apreciamos su sello en voces,  restaurantes, fiestas, en un espacio de La Gaceta  y, especialmente, en el  hermoso edificio de la Séptima Avenida donde radica el Centro Italiano. En homenaje a esta herencia, traigo a mi columna algunos comentarios sobre la impresión que se recibe al recorrer los lugares históricos de una de las civilizaciones más grandes de la antigüedad, donde se conservan tesoros de la ingeniería y arquitectura de hace dos mil años que despiertan el asombro entre los miles de personas que diariamente les visitan.

Las torres,  cerca del Foro Romano, en la avenida Largo di Torre Argentina,
señalan el lugar exacto donde murió Julio César. Foto: José Gabriel Cartaya.

Esta vez, me acerco a un sitio no incluido entre los sugeridos como obligatorios. Lo hice junto a mi hijo José, acompañados por mi yerno Maurizio Tripodi, un romano que conoce y ama su ciudad. En una conversación me preguntó si quería ir al lugar exacto donde murió Julio Cesar y, al instante, le respondí afirmativamente, dándole prioridad sobre otros lugares que tenía en mi lista. Percibí la admiración de Maurizio hacia la figura histórica del legendario romano desde que, al recibirme en el aeropuerto Da Vinci, dijo que éste debió llamarse Julio César, pues el gran Leonardo “era florentino”.

Unas horas después, en la sobremesa de unas exquisitas pastas elaboradas por él (incluida la carbonara de origen romano), al brindarme la posibilidad de ir al lugar donde apuñalaron al líder del Senado romano durante los idus de marzo del año 44  antes de nuestra era (exactamente el 15 de ese mes), hablamos sobre el héroe más relevante de la antigua Roma y, tal vez, uno de los más famosos de toda la antigüedad. Uno y otro fuimos indicando algún elemento de su grandiosa biografía. El recordó el alea jacta est (la suerte está echada), que exclamó el jefe militar al pasar el Rubicón para derrotar al ejército de Pompeyo en una guerra civil. Entonces, en vez de acudir a Veni, vidi, vici (vine, vi y vencí) con que César declara su victoria sobre el reino del Bósforo en la actual Turquía,  creí oportuno volver al final de su vida, cuando, según tantos repiten, César gritó a Cayo Bruto al verlo entre los asesino:  tu quoqui fili mi (tú también, hijo mío). 

Pero Maurizio me explicó que nunca hubo esa mirada de hijo a padre y que ni Plutarco, ni Suetonio,  ni algún otro historiador de esa época se refirió a esa frase.  Según Plutarco, César se defendió  “como un animal salvaje”, enfrentándose a los cuchillos  que le asaltaban. La crónica de Apiano cuenta que, tras ser apuñalado varias veces, el héroe se defendió con ira y entre gritos. Suetonio describió que César dejó de pelear tras los dos primeros golpes y que y murió sin exclamar una palabra.

La deificación de César fue narrada por Suetonio: “Murió a los cincuenta y seis años de edad,
y fue contado entre los dioses, no solo por un decreto formal, sino también por la convicción
de la gente común. Porque en el primero de los juegos que su heredero Augusto dio en honor
de su apoteosis, brilló un cometa durante siete días seguidos, saliendo como a la hora
 undécima, y se creyó que era el alma de César, que había sido llevado al cielo”.

Para darle fuerza a la idea de que no hubo un sentimiento filial entre ellos, Maurizio me recuerda que Bruto se unió a Pompeyo en la guerra contra César y que el vencedor le perdonó la vida y le dio cargos en el Senado; pero eso no fue suficiente para limar una vieja aversión que venía desde que Julio César fue amante de Servilia, la madre de Bruto. Claro que de esa amante pasamos a otras, incluyendo a Cleopatra, la poderosa y bella egipcia con la que tuvo un hijo (Cesarión), hasta extendernos a diversas costumbres romanas de aquel tiempo.

Al día siguiente, al dirigirme hacia el emplazamiento histórico, situado en la avenida  Largo di Torre Argentina,  admiré la habilidad con que Maurizio indica lugares significativos sin desatender el timón de su auto inmerso en un tráfico agobiante. Antes de llegar, fuimos comentando la labor de investigación que permitió la señalización.  Hace solo doce años, en 2012, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) de España informó que un equipo hispano-italiano encontró el lugar exacto en que asesinaron a Julio César, en el fondo de lo que fue el teatro de Pompeyo, lugar donde entonces se reunieron los miembros del Senado. Los investigadores se basaron en una declaración de Augusto –hijo adoptivo de César que le sucede en el poder y se encumbra con la fundación del Imperio Romano–, quien mandó a construir unas columnas de hormigón de dos metros de alto y tres de ancho que perpetuaran el sitio exacto en que pereció su glorioso antecesor. Aunque los arqueólogos descubrieron ese emplazamiento en la década de 1920, ese sitio –al que hay que descender por unas escaleras–, fue registrado en su valor histórico hace solo algo más de una década. Mientras, y en gran medida hasta hoy, ese lugar ha sido más visitado por los gatos callejeros de la ciudad que en acto de reverencia hacia la estatura histórica de Julio César.

La respuesta, a los 2068 años del crimen,  no la intentamos en la conversación, ni Maurizio Tripodi ni yo. Puede estar envuelta en los presagios de la noche del 14 de marzo del año 44 antes de Cristo, cuando Calpurnia, la última esposa de Julio César, soñó con cuchillos y sangre y él mismo se vio ascender en sueños a los cielos, llamado por el dios Júpiter. Camino hacia el Senado desatendió una señal más terrenal, al no leer con cuidado una advertencia escrita que le entregaron. Después de todo, tanta gloria, tantas guerras ganadas, tantas páginas escritas para dejar fe de sus hazañas, tanto aplauso por las riquezas derramadas, sin entender que “toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz”. 

 

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