viernes, 12 de abril de 2024

Una visita a la Iglesia de San Pedro, en Roma

El pasado 30 de marzo, en mi primera visita a Italia, asistí a la Vigilia Pascual del año en curso en la Basílica de San Pedro, presidida por el papa Francisco, una ceremonia conmovedora en un recinto impresionante.

Sin ser católico, ni pertenecer a ninguna institución religiosa, pude apreciar la riqueza espiritual transmitida en las declaraciones papales, cánticos, lecturas bíblicas, oraciones y acompañamiento musical en las diferentes intervenciones propias de la celebración.

Antes de entrar a la Diócesis, se percibe la emoción entre los cientos de personas que se adentran en la Ciudad del Vaticano, muchos de los cuales han tenido que esperar durante horas en una larga fila para lograrlo, pero desde allí ya están imantados con su alta cúpula y su majestuosa edificación renacentista y barroca. Todos saben que entran a un nuevo estado, pues así está considerado este espacio geográfico de solo 49 hectáreas y aproximadamente 800 habitantes. Y sienten, a su vez, que se encuentran en un sitio sagrado donde, según aseguran siglos de transmisión oral, yace enterrado el cuerpo de Simón Pedro, uno de los 12 apóstoles que acompañaron a Jesús. Vendría a ser en la época de Constantino, más de tres siglos después de la muerte del llamado Primer Pontífice de Roma, cuando sobre su sepultura se construyó la primera iglesia que tomaría su nombre.

El papa Francisco bautiza a Yenitza Cartaya

Pero el edificio actual, el que ahora admiramos, es una obra arquitectónica de inicios del siglo XVI, en el que está la mano de arquitectos y pintores como Donato Bramante, Miguel Ángel y Gian Lorenzo Bernini. Justamente, al entrar al recinto religioso, se destaca la imagen de La Piedad, obra temprana de Miguel Ángel, quien, de una enorme piedra de mármol de Carrara llevada por él mismo, nos dejó esculpida la imagen joven de María con su hijo muerto en los brazos.

La Basílica de San Pedro, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1980, atesora tantas obras de arte hacia donde quiera que se corra la vista, que resulta difícil concentrarse en la ceremonia religiosa a la que se asiste. Mirar desde el interior hacia la alta cúpula,  con pinturas de Miguel Ángel, Sandro Botticelli y otros famosos artistas renacentistas es un regalo al espíritu que se sigue enriqueciendo ante el Altar Papal,  el Baldaquino con bellas columnas adornadas con capiteles corintios y el trono de San Pedro, obras de Bernini.

También llama la atención el Monumento al papa Alejandro VII, la estatua de bronce de San Pedro, creada en el siglo V y que lo muestra con un traje papal sobre una silla de mármol, así como otras obras de arte, pero mi atención se concentró en la razón de mi presencia allí: en el marco de la Misa Pascual correspondiente a 2024, el papa Francisco derramaría agua bendita sobre  ocho personas elegidas para recibir el bautizo, considerado por la Iglesia católica como el sacramento de la salvación. Entre ellas estuvo incluida mi hija mayor, bautizada como Yenitza Cristina, quien me invitó a estar con ella en una fecha de tanta significación en su vida. Allí estuve y en el instante del rito del agua, cuando el Sumo Pontífice colocó con delicadeza su mano sobre su cabeza, no pensé en si con ese acto podía redimirla de algún pecado, sino en el inmenso amor que se derrama cada vez que alguien acaricia con ternura. Asimismo,  al percibir la riqueza de su alma en la bondad de su sonrisa, yo también la bendije.

Con Yenitza, en la iglesia de San Pedro

Las palabras de Francisco fueron hermosas, porque más allá de la devoción religiosa, incluyeron un mensaje de profundo humanismo, como cuando expresó  que “la esperanza no tiene fin”, o al manifestar  que “ninguna tumba podrá encerrar la alegría de vivir”.

Ya al final de la primera Vigilia Pascual a la que he asistido, cuando al término de las bendiciones el Papa, y todos con él, pronunciaron amén, yo transferí involuntariamente a llana esa palabra aguda, para decir amen.

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