Los caballos se metieron en las aguas turbias del Contramaestre, todavía hinchado con la creciente de la tarde anterior. Es enorme la curva que da el río en La Vuelta Grande, donde los pastos reverdecen con la lluvia continua. Allí espera la caballería de Masó, quien se levanta airoso al oírlos llegar. Ya andan los vasos de café en las manos, que se extienden calurosas a saludar. Bajo la luz del sol se aclaran los rostros y las palabras entran en calor.
![]() |
Pintura de Alex Pantoja, de una serie sobre José Martí. |
Siente confianza, como si entrara al Liceo Cubano de Ybor City. ¡Si estuvieran aquí, al lado de las palmas!, mis Carbonell, Rivero, Ruperto y Paulina, la vieja Carolina, a quienes tanto deben los que ahora me acompañan. El discurso de hoy, al que le llaman cuando terminan de hablar Gómez y Masó, es el mismo del con todos y para el bien de todos. Decir a las palmas que han llegado sus novios, pues son las mismas que añoraron en el largo destierro. Decir que están al lado de ellas, con la patria proclamada, de agonía y deber. Eso dirá, donde la tierra cubana es la tribuna: el tributo a los héroes de esta epopeya, la razón de la guerra inevitable, la necesidad del gobierno eficaz que asegure desde la raíz la representación del pueblo en preparación para la república democrática de mañana; la necesidad de contener asomos de despotismo, distingos raciales, sociales o de pensamiento, la generosidad ante el vencido, la inclusión del español anhelante de libertad y trabajo honrado, la justeza en la administración de la justicia, el no derramamiento inútil de la sangre, el combate de ideas, no de odios. Levanta más la voz, a que todos la oigan: es preferible morir en defensa de la libertad que vivir privado de ella. Cuando se desmonta del púlpito, todos abren los brazos y cabe en ellos al abrir los suyos. Oye, sin buscarlo, a un joven conmovido, contándole a otro lo que llamó un milagro:
–Acabo de ver a
Moisés en el desierto, guiando a los judíos hacia el país de Canaán,
trasmitiéndoles los Diez Mandamientos escuchados en
las teofanías del Sinaí.
El que oye, se alarma:
–Manuel Piedra, ¿qué dices?
Y este repite la oración.
Se sobrecoge. Ha dicho que por Cuba está dispuesto a que le
crucifiquen. Arrima con sorprendente agilidad un taburete a la mesa bien
servida, donde ya muchos almuerzan. En ese instante, un jinete se acerca a la
velocidad de un rayo, reventando el caballo, cuando muchos no llevan el plato
ni por la mitad.
–¡Los españoles! Una tropa bien grande –grita antes de
llegar, mientras apunta con la mano derecha hacia el otro lado del
Contramaestre.
A Gómez se le cae de la mano izquierda un muslo de pollo
todavía intacto y empuja el plato con tan descontrolada violencia que un trozo
de plátano estuvo a punto de dejar tuerto a un gato. Salta al caballo, se empina
en los estribos y grita un ¡al combate! tan sobrecogedor que muchos,
estremecidos, corren detrás de él.
A esa hora, empezando la tarde, las lluvias tempranas de las
montañas habían inflado más las laderas del río, como una señal de dioses
antiguos para que contuvieran el impulso. Pero él General tenía sus propios
dioses y se tiró al aluvión de aguas crecidas, desafiando imprudentemente a una
barranca para que los caballos de más brío le secundaran.
Baconao cruzó entre los primeros y al alcanzar la otra orilla saltó con tanta fuerza sobre un árbol caído que me hizo recordar a Marengo, el famoso caballo con que Napoleón salió airoso en Austerlitz. No quiero pensar si el estratega de Dos Ríos calculó bien. Me había leído las campañas de Napoleón para este momento, las de Bolívar a lomos de Palomo, las de Ulises Grant, el libro De la guerra de Karl Von Clausewitz. No coincidían la teoría y la realidad: el general no mira a la composición, ubicación, flancos, terreno, ventajas y desventajas, antes de atacar. Pero el héroe inspirado sigue su instinto y es hora de combatir, no de estudiar campañas y teorías. Desbravamos el río, como a la mar.
–¡Vamos a la carga!, grita otra vez Gómez, después de
deshacer impávido a una pobre avanzadilla española que no tuvo tiempo a afinar
puntería. El Viejo mira hacia atrás, buscándolo con los ojos semicerrados. Lo
ve sin miedo y le hace una señal:
–Usted, atrás –grita con la mano airada, porque la orden no
le sale de la garganta.
Él responde que no y sale disparado, como si un cuerpo celeste se desprendiera de Dios. Ve a Paquito cuando se abalanza por el lado derecho, pegado al río. Llega un grupo
pequeño con Masó, cuando él va a soltar las bridas tensas a Baconao, que
resopla esperando la orden. Reconoce al joven que se aparta de su jefe y se le
acerca dispuesto. Es Ángel, es Ángel de la Guardia, que le cae del cielo:
– ¡Vamos a la carga, joven!
–¡Vamos a la carga!
El joven avisa a su caballo dorado, que imita el ímpetu del
moro. Galopan, enderezan todas las curvas del universo hasta distinguir la casa
recién soñada. La brida derecha se recoge con el mandato del alma para que,
acercándose, ella pueda verlo pasar. Baconao entiende, aminora, casi relincha,
como si no pudiera con la carga de emociones que desde una ventana dan aliento al
pecho de su jinete. Estira la mano y recobra la velocidad, porque se sabe
bendecido. Un segundo después, se agrandan el dagame y el fustete, abriendo una
puerta natural al laberinto inescrutable.
Al ver tan enmarañada la manigua a la derecha del rumbo,
Baconao se esfuerza en alzar más y más la cabeza, como buscando en la
malignidad de la marrulla el justo sitio del que viene ese estruendo
incandescente que se confunde con el sol. El cielo se abre. El plomo en la
garganta no puede atajar las tres palabras enrojecidas que se hunden en las
venas del tiempo –matria, patria, vida–, envueltas en nombres de mujer que la
sangre ahoga en su pecho partido por el segundo plomo. Es el grito que, a la
misma hora de la tarde, oyeron Leonor, Carmen y Carmita, porque las tres
estaban esperándolo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario