El pasado 17 de junio se cumplió el 113 aniversario
de la muerte de Máximo Gómez, el hombre que por más tiempo, resultados y
suerte, combatió por la independencia de Cuba y, probablemente, el que menos
pidió a cambio de más de 30 años destinados a completar la gesta libertaria
americana. Ningún cubano ocupó un cargo tan alto en las guerras que entre 1868
y 1898 se desarrollaron en la Isla para emanciparse de España, como el ocupado
por el dominicano a quien se le distinguió y se le recuerda con un grado
militar especial que solamente él ha ostentado: Generalísimo.
En los días
difíciles que siguieron al alzamiento de La Demajagua, donde Carlos Manuel de
Céspedes inició la larga Guerra de los
Diez Años, un campesino dominicano radicado a algunos
kilómetros de Bayamo se presentó a las tropas insurgentes para alistarse. Iba a
cumplir en esos días 32 años.
Eran los primeros
días de la guerra y una fuerte columna española se dirigía hacia Bayamo. Cuando
apenas habían armas para detenerla, el joven dominicano propuso el uso del
machete. Con un grupo de hombres se emboscó en Pinos de Baire y cayeron encima
de la tropa española gritando “Viva Cuba Libre”, con tal sorpresa y
atrevimiento que hicieron retroceder a la columna consternada. Enseguida Gómez
fue ascendido a General y, al morir Donato Mármol en 1870, pasó al mando de la
División de Oriente.
Allí, sus
discípulos en el arte de la guerra fueron Antonio y José Maceo, Flor Crombet,
Guillermón Moncada y toda la legión de leones que protagonizó las hazañas más
grandes en los rudos combates de la Guerra Grande. En aquellos años, Gómez
estuvo al mando de todas las tropas
cubanas, en Oriente, Camagüey y Las Villas. Ningún líder ocupó una jerarquía
más alta en el Ejército Libertador cubano que
aquel hijo de Baní, nacido el 18 de noviembre de 1836.
Al terminar la
guerra con el Pacto del Zanjón (1878), sale al destierro con la familia que fue
creando en la guerra, al casarse con Bernarda Toro “Manana”.
El General que
había librado las batallas más grandes de la guerra, salió en absoluta pobreza
de Cuba. Vivió en Jamaica, Honduras, Costa Rica y, finalmente, se radicó en su
país. En la década de 1880, participó en varios planes para reiniciar la guerra
por la independencia de Cuba. Pero todos fracasaron, esencialmente por la falta
de unidad, que vino a lograrse con la creación del Partido Revolucionario
Cubano (PRC), fundado por José Martí en 1892.
Martí sabía que
atraer a los jefes militares a su proyecto político era la tarea más importante
y difícil. En septiembre de 1892, decide visitar a Gómez en su propia casa.
Viaja a Montecristi y va a saludarlo a su finca de trabajo, cerca de
Montecristi. Lo invita a encabezar el ramo militar del PRC y le dice: “No tengo
más remuneración que ofrecerle que el placer del sacrificio y la ingratitud
probable de los hombres”.
Gómez aceptó.
Cuando todo estuvo preparado para iniciar la guerra, Martí sale otra vez hacia la casa de Gómez.
Allí está cuando se produce el alzamiento del 24 de febrero y juntos se
desesperan buscando una vía para llegar al oriente cubano. El 25 de marzo
firman el Manifiesto de Montecristi y el 11 de abril desembarcan en Playitas de
Cajobabo, cerca de Guantánamo.
Durante toda la
guerra, entre 1895 y 1898, Gómez ocupó, por elección, el cargo de General en
Jefe del Ejército Libertador, o Generalísimo, como le llamaron. Ocupando el
cargo supremo, en cada batalla era un soldado más y nadie pudo apartarlo de los
lugares de máximo peligro. Ese valor y ejemplo permanente, junto a su capacidad táctica y estratégica de
dirigir la guerra y hasta el azar de apartar las balas, lo convirtieron en el
más grande de los soldados por la independencia de Cuba.
Al terminarse la
guerra en 1898 y tres años después elaborarse la Constitución con que nacería
la República de Cuba –al término de la ocupación de Estados Unidos– a Gómez le
propusieron la candidatura a la presidencia del país. Se negó rotundamente y
apoyó la candidatura de Tomás Estrada Palma.
En sus últimos
años, Gómez pudo sentir la admiración de
la muchedumbre, que le aclamaba a cada paso.
Vivió en la Quinta de los Molinos y después en una casa de la concurrida
calle Galiano. A principios de junio de 1905, hace su último recorrido por la
Isla. Fue a Santiago de Cuba con su esposa y las hijas Clemencia y Margarita.
En la ciudad oriental les esperaba Maxito, otro de sus hijos. Al lado de
Manana, hijos y nietos, en las calles santiagueras recibió constantes muestras
de admiración y cariño. Allí se le agudiza un dolor que venía sintiendo en la mano
derecha –algunos dicen que de tanto saludar– y
regresa a La Habana.
Se divulga la
noticia de que el General está regresando enfermo de Santiago de Cuba. En las
terminales el pueblo se desborda a saludarlo. Algunos oficiales amigos suben al
tren para acompañarle, como hizo en Matanzas el general Emilio Núñez, uno de
sus más grandes amigos. También lo hizo Domingo Mendes Capote, entonces
presidente del Senado. El gobierno alquila una residencia en el Vedado para
atenderle, en la esquina de la calle 5.ª y D, pero la fiebre persiste y el
médico diagnostica un absceso hepático. Hacia mediados de junio está grave.
Sabe que va a morir. “Se va tu amigo”, le dice a Emilio Nuñez. El 17 de junio, se despide de su esposa y los
hijos. Al atardecer llega el Presidente, a quien él, en mejores tiempos, decía
Tomasito. Pero ya el Generalísimo está inconsciente. Familiares, generales,
ministros y amigos están en silencio, cuando sale el doctor José Pareda y
murmura el dolor: Ha muerto el General.
En medio del duelo
nacional, el cadáver es trasladado al imponente edificio del Palacio de
Gobierno, que un día fue de los Capitanes Generales. Allí se le rindieron los
honores que recibe un Presidente de la República. Después, las banderas de
Santo Domingo y Cuba cubrieron el féretro hasta el Cemenerio de Colón, en el
sepelio más multitudinario, espontáneo y conmovedor que se haya visto en la
Isla de Cuba.
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