lunes, 25 de junio de 2018

Máximo Gómez, dominicano y cubano


  El pasado 17 de junio se cumplió el 113 aniversario de la muerte de Máximo Gómez, el hombre que por más tiempo, resultados y suerte, combatió por la independencia de Cuba y, probablemente, el que menos pidió a cambio de más de 30 años destinados a completar la gesta libertaria americana. Ningún cubano ocupó un cargo tan alto en las guerras que entre 1868 y 1898 se desarrollaron en la Isla para emanciparse de España, como el ocupado por el dominicano a quien se le distinguió y se le recuerda con un grado militar especial que solamente él ha ostentado: Generalísimo.
En los días difíciles que siguieron al alzamiento de La Demajagua, donde Carlos Manuel de Céspedes inició la  larga Guerra de los Diez Años, un campesino dominicano radicado a algunos kilómetros de Bayamo se presentó a las tropas insurgentes para alistarse. Iba a cumplir en esos días 32 años.
  Eran los primeros días de la guerra y una fuerte columna española se dirigía hacia Bayamo. Cuando apenas habían armas para detenerla, el joven dominicano propuso el uso del machete. Con un grupo de hombres se emboscó en Pinos de Baire y cayeron encima de la tropa española gritando “Viva Cuba Libre”, con tal sorpresa y atrevimiento que hicieron retroceder a la columna consternada. Enseguida Gómez fue ascendido a General y, al morir Donato Mármol en 1870, pasó al mando de la División de Oriente.
  Allí, sus discípulos en el arte de la guerra fueron Antonio y José Maceo, Flor Crombet, Guillermón Moncada y toda la legión de leones que protagonizó las hazañas más grandes en los rudos combates de la Guerra Grande. En aquellos años, Gómez estuvo al mando de  todas las tropas cubanas, en Oriente, Camagüey y Las Villas. Ningún líder ocupó una jerarquía más alta en el Ejército Libertador cubano que  aquel hijo de Baní, nacido el 18 de noviembre de 1836.
  Al terminar la guerra con el Pacto del Zanjón (1878), sale al destierro con la familia que fue creando en la guerra, al casarse con Bernarda Toro “Manana”.
El General que había librado las batallas más grandes de la guerra, salió en absoluta pobreza de Cuba. Vivió en Jamaica, Honduras, Costa Rica y, finalmente, se radicó en su país. En la década de 1880, participó en varios planes para reiniciar la guerra por la independencia de Cuba. Pero todos fracasaron, esencialmente por la falta de unidad, que vino a lograrse con la creación del Partido Revolucionario Cubano (PRC), fundado por José Martí en 1892.
  Martí sabía que atraer a los jefes militares a su proyecto político era la tarea más importante y difícil. En septiembre de 1892, decide visitar a Gómez en su propia casa. Viaja a Montecristi y va a saludarlo a su finca de trabajo, cerca de Montecristi. Lo invita a encabezar el ramo militar del PRC y le dice: “No tengo más remuneración que ofrecerle que el placer del sacrificio y la ingratitud probable de los hombres”.

  Gómez aceptó. Cuando todo estuvo preparado para iniciar la guerra,  Martí sale otra vez hacia la casa de Gómez. Allí está cuando se produce el alzamiento del 24 de febrero y juntos se desesperan buscando una vía para llegar al oriente cubano. El 25 de marzo firman el Manifiesto de Montecristi y el 11 de abril desembarcan en Playitas de Cajobabo, cerca de Guantánamo.
Durante toda la guerra, entre 1895 y 1898, Gómez ocupó, por elección, el cargo de General en Jefe del Ejército Libertador, o Generalísimo, como le llamaron. Ocupando el cargo supremo, en cada batalla era un soldado más y nadie pudo apartarlo de los lugares de máximo peligro. Ese valor y ejemplo permanente,  junto a su capacidad táctica y estratégica de dirigir la guerra y hasta el azar de apartar las balas, lo convirtieron en el más grande de los soldados por la independencia de Cuba.
  Al terminarse la guerra en 1898 y tres años después elaborarse la Constitución con que nacería la República de Cuba –al término de la ocupación de Estados Unidos– a Gómez le propusieron la candidatura a la presidencia del país. Se negó rotundamente y apoyó la candidatura de Tomás Estrada Palma.
  En sus últimos años, Gómez pudo sentir la  admiración de la muchedumbre, que le aclamaba a cada paso.  Vivió en la Quinta de los Molinos y después en una casa de la concurrida calle Galiano. A principios de junio de 1905, hace su último recorrido por la Isla. Fue a Santiago de Cuba con su esposa y las hijas Clemencia y Margarita. En la ciudad oriental les esperaba Maxito, otro de sus hijos. Al lado de Manana, hijos y nietos, en las calles santiagueras recibió constantes muestras de admiración y cariño. Allí se le agudiza un dolor que venía sintiendo en la mano derecha –algunos dicen que de tanto saludar– y  regresa a La Habana.
  Se divulga la noticia de que el General está regresando enfermo de Santiago de Cuba. En las terminales el pueblo se desborda a saludarlo. Algunos oficiales amigos suben al tren para acompañarle, como hizo en Matanzas el general Emilio Núñez, uno de sus más grandes amigos. También lo hizo Domingo Mendes Capote, entonces presidente del Senado. El gobierno alquila una residencia en el Vedado para atenderle, en la esquina de la calle 5.ª y D, pero la fiebre persiste y el médico diagnostica un absceso hepático. Hacia mediados de junio está grave. Sabe que va a morir. “Se va tu amigo”, le dice a Emilio Nuñez.  El 17 de junio, se despide de su esposa y los hijos. Al atardecer llega el Presidente, a quien él, en mejores tiempos, decía Tomasito. Pero ya el Generalísimo está inconsciente. Familiares, generales, ministros y amigos están en silencio, cuando sale el doctor José Pareda y murmura el dolor: Ha muerto el General.  
  En medio del duelo nacional, el cadáver es trasladado al imponente edificio del Palacio de Gobierno, que un día fue de los Capitanes Generales. Allí se le rindieron los honores que recibe un Presidente de la República. Después, las banderas de Santo Domingo y Cuba cubrieron el féretro hasta el Cemenerio de Colón, en el sepelio más multitudinario, espontáneo y conmovedor que se haya visto en la Isla de Cuba.

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