El poeta Rafael Alcides abandonó la vida el pasado
19 de junio. Había llegado a ella 85 años atrás, en el barrio de Barrancas –muy
cercano al mío- a un paso de las primeras estribaciones de la Sierra Maestra.
Aquel pequeño poblado del oriente cubano, partido al medio por una línea de
concreto que hace vía a los viajeros entre Manzanillo y Bayamo, fue la antesala
del ataque de Carlos Manuel de Céspedes a su ciudad natal, para convertirla,
con el himno a su nombre hecho nacional, en la primera ciudad libre de Cuba.
En el olor a
mangos, guayabas y ciruelas, frutas tan
abundantes en Barrancas, combinado con la diversidad de la floresta y las aguas
de un río, absorbió Alcides los primeros
motivos de su poesía. A su vera cursó los primeros grados, pero el
barrio se le hizo pequeño para sus sueños de estudio y creación literaria y se
fue a terminar el bachillerato, iniciado en Holguín, a la capital del país.
La década de 1950, mientras en Cuba se
producen los acontecimientos políticos trascendentes que culminaron en el
triunfo insurreccional de 1959, Alcides está completando su formación y visión
del mundo. Entre 1955 y 1961 transita por México, Estados Unidos, Argentina,
Chile, Uruguay y Venezuela. Entre esos viajes, en Cuba es productor y director
de programas de radio, a la vez que escribe poesía y prosa. Sin predilección
por el terreno político, asiste a los primeros años de la Revolución con el
entusiasmo que caracterizó a la mayor parte de su generación. Colabora en las
instituciones culturales, especialmente con las más cercanas a su oficio de
escritor. En 1965 obtiene mención en el Concurso Casa de las Américas con su
novela Contracastro, aunque no es publicada.
A fines de la década de 1960, aunque no está
implicado en el llamado Caso Padilla, ni en otros del denominado Quinquenio
Gris, cuando se llevó al extremo la interpretación del mensaje de Fidel Castro
“Dentro de la Revolución todo; contra la Revolución, nada” y los comisarios
políticos empezaron a buscar enemigos en cualquier verbo que pecara de
ambigüedad ideológica, el poeta prefirió
alejarse de un entorno editorial que entonces no coincidía con la libertad de
creación que animaba al artista. Él lo explicó con una frase: “La vida me ha
enseñado que de repente el oleaje de los días te cambia el programa”.
Hasta entonces, había publicado los libros de
poesía Himnos de montaña (1961), Gitana (1962) y La pata de
palo (1967). A partir de entonces y
hasta 1983, escribió copiosamente, pero dejó de publicar en Cuba, viviendo una
especie de insilio, como a él le gustó llamar a esa marginación en la que se
sintió flotar y que prefirió al discurso institucional complaciente.
El escritor eligió, como apuntó Ernesto
Santana en un artículo que le dedicó al saber su muerte, “un arte de vivir como
poética”, pero en su credo íntimo frente al proceso político a cuya evolución
asiste desde el prisma de su pensamiento crítico, ve con tristeza “un país donde el porvenir ya pasó”.
Con todo, cuando a fines de la década de 1980
baten aires renovadores envueltos en las palabras glásnost o perestroika, regresa a las
editoriales cubanas. Letras Cubanas le publicó en 1983 el libro de poemas Agradecido
como un perro y lo reeditó en 1990. En 1989, aparecieron Y se mueren, y
vuelven, y se mueren y, también de poesía, Noche en el recuerdo. Fue
como un despertar y la nueva generación de poetas cubanos encontraron en él a
un maestro, increíblemente dentro de ellos y desconocido.
Pero el maestro, a pesar de publicaciones y
premios, no resultó dócil al reclamo oficialista y siguió libre en sus versos.
En un recital de poesía leyó: “Todos los
de acá/ somos exiliados. Todos. / Los que se fueron / y los que se quedaron./ Y
no hay, no hay palabras en la lengua/ ni
películas en el mundo/ para hacer la acusación: /millones de seres mutilados/
intercambiando besos, recuerdos y suspiros/ por encima del mar”.
En la difícil década de 1990, Rafael Alcides
se volvió a aislar, se volvió a insiliar. Rompió el silencio en 2009, visitando España, donde publicó un libro,
después de años sin entregar nada a editoriales. Regresó a Cuba, aunque su
lenguaje, según confesó, “no era amable con el gobierno”.
Después de aquel viaje a España, donde se
admiró su obra, le publicaron otros libros
en aquel país: Libreta de viaje, 1962-2000, El anillo de Ciro,
Un cuento de hadas que acaba mal y Memorias del porvenir. También
vieron la luz los poemarios Conversaciones con Dios y GMT.
A pesar de su lenguaje crítico frente a
determinadas acciones gubernamentales, especialmente en torno a la llamada
libertad de expresión, Alcides nunca quiso vivir en otra tierra que no fuera la
suya. Allí escribió su hermosa poesía y su prosa, una obra que vivirá dentro y
fuera de Cuba y crecerá, pues por encima de los vaivenes de la política, la
legitimidad del arte la defiende.
Las cenizas de su cuerpo, como quiso el
poeta, se esparcen en el Barrancas donde nació, flotando entre el olor a
mangos, guayabas y ciruelas, junto al rumor de la lluvia que entre los árboles
canta el poema auténtico de su vida, mientras su espíritu se eleva en paz a la
eternidad.
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